Un mito desbocado en un concierto por Julio Cortazar
«…El Maestro conocía a su público, armaba conciertos para los habitués del teatro Corona, es decir gente tranquila y bien dispuesta que prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer, y que exige ante todo profundo respeto por su digestión y su tranquilidad. Con Mendelssohn se pondrían cómodos, después el Don Juan generoso y redondo, con tonaditas silbables. Debussy los haría sentirse artistas, porque no cualquiera entiende su música. Y luego el plato fuerte, el gran masaje vibratorio beethoveniano, así llama el destino a la puerta, la V de la victoria, el sordo genial, y después volando a casa que mañana hay un trabajo loco en la oficina.
En realidad yo le tenía un enorme cariño al Maestro, que nos trajo buena música a esta ciudad sin arte, alejada de los grandes centros, donde hace diez años no se pasaba de La Traviata y la obertura de El Guaraní. El Maestro vino a la ciudad contratado por un empresario decidido, y armó esta orquesta que podía considerarse de primera línea. Poco a poco nos fue soltando Brahms, Mahler, los impresionistas, Strauss y Mussorgski. Al principio los abonados le gruñeron y el Maestro tuvo que achicar las velas y poner muchas «selecciones de ópera» en los programas; después empezaron a aplaudirle el Beethoven duro y parejo que nos plantaba, y al final lo ovacionaron por cualquier cosa, por sólo verlo, como ahora que su entrada estaba provocando un entusiasmo fuera de lo común…»
Acaba de empezar Julio Cortázar pocas líneas antes de este entrecomillado ‘Las Ménades’, un relato breve publicado en 1956, en la recopilación Final del Juego. Nos trae el mito clásico de las ménades, con su locura mística, al siglo XX, a un teatro más bien modesto y algo decadente donde un comprometido director de orquesta ofrece su concierto ante un público que temporada tras temporada ha acabado por admirarlo.
Hace años (casi treinta, ay) José Luis García del Busto y yo hicimos un programa semanal en Radio 2 (hoy Radio Clásica, de RNE) que titulamos Textos y Músicas. Consistía en la lectura de muy escogidos fragmentos literarios en los que la música era paisaje o protagonista, y así, con las estupendas voces de compañeros como Luis Cacho, Araceli González Campa o Beatriz Pécker, fueron sonando narraciones, reflexiones y versos de, que ahora recuerde, Karl Barth, García Lorca, el padre Feijoo, Shakespeare, Cernuda, Manuel Azaña, Carpentier, Walt Whitman…, aportados por uno u otro, y entre ellos, este de Cortázar que mi amigo José Luis me descubrió.
«…En el bar encontré al doctor Epifanía con su familia, y me quedé –cuenta Cortázar, ya en el intermedio– a charlar unos minutos. Las chicas estaban rojas y excitadas, me rodearon como gallinitas cacareantes (hacen pensar en volátiles diversos) para decirme que Mendelssohn había estado bestial, que era una música como de terciopelo y de gasas, y que tenía un romanticismo divino. Uno podría quedarse toda la vida oyendo el nocturno, y el scherzo estaba tocado como por manos de hadas. A la Beba le gustaba más Strauss porque era fuerte, verdaderamente un Don Juan alemán, con esos cornos y esos trombones que le ponían carne de gallina -cosa que me resultó sorprendentemente literal. El doctor Epifanía nos escuchaba con sonriente indulgencia…»
Buen retrato ¿verdad? Cuántas veces no habremos vivido situaciones parecidas, sea con Mendelssohn, sea con Strauss, sea con Messiaen o Palestrina… probablemente con otras metáforas y adjetivos. A fin de cuentas ¿no vamos a los conciertos a disfrutar? Si no es así, deberíamos pensarlo. Y no digo que olvidemos el espíritu crítico porque cuando uno se vuelve exigente y encuentra lo que busca el placer es mayor; ese ya es otro cantar, pero, exigentes o no, el placer se les va a ir pronto de las manos a los asistentes al elegante concierto de Cortázar…
«… Cuando volví a la platea todo el mundo estaba ya en su sitio, y molesté a la entera fila para alcanzar mi butaca. Los músicos entraban desganadamente a escena, y me pareció curioso cómo la gente se había instalado antes que ellos, ávida de escuchar. Miré hacia el paraíso y las galerías altas; una masa negra, como moscas en un tarro de dulce. En las tertulias, más separadas, los trajes de los hombres daban la impresión de bandadas de cuervos; algunas linternas eléctricas se encendían y apagaban, los melómanos provistos de partituras ensayaban sus métodos de iluminación. La luz de la gran lucerna central bajó poco a poco, y en la oscuridad de la sala oí levantarse los aplausos que saludaban la entrada del Maestro. Me pareció curiosa esa sustitución progresiva de la luz por el ruido, y cómo uno de mis sentidos entraba en juego justamente cuando el otro se daba al descanso…»
Y un poco más adelante: «…Casi me alegré de que volviera el Maestro, porque aquella multitud de la que yo formaba parte inexcusablemente me daba entre lástima y asco. De toda esa gente, los músicos y el Maestro parecían los únicos dignos […]. El Maestro estaba casi hermoso, con su rostro fino y avizor, haciendo despegar la orquesta que zumbaba con todos sus motores. Un gran silencio se había hecho en la sala, sucediendo fulminantemente a los aplausos; hasta creo que el Maestro soltó la máquina antes de que terminaran de saludarlo. El primer movimiento pasó sobre nuestras cabezas con sus fuegos de recuerdo, sus símbolos, su fácil e involuntaria pega-pega…»
Después el segundo movimiento, que «repercutía en una sala donde el aire daba la impresión de estar incendiado pero con un incendio que fuera invisible y frío, que quemara de dentro afuera…», y el tercero y por fin el finale de esa Quinta de Beethoven que cerraba el programa pero no iba a cerrar la gran fiesta con todo lo que se avecinaba…
«…el Maestro, igual a un matador que envaina su estoque en el toro, metía la batuta en el último muro de sonido y se doblaba hacia adelante, agotado, como si el aire vibrante lo hubiese corneado con el impulso final. Cuando se enderezó la sala entera estaba de pie y yo con ella, y el espacio era un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de lanzas agudísimas, los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia insoportablemente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo. De todas partes confluía el público a la platea, y casi sin sorpresa vi a dos hombres saltar de los palcos al suelo. Gritando como una rata pisoteada la señora de Jonatán había podido desencajarse de su asiento, y con la boca abierta y los brazos tendidos hacia la escena vociferaba su entusiasmo. Hasta ese instante el Maestro había permanecido de espaldas, casi desdeñoso, mirando a sus músicos con probable aprobación. Ahora se dio vuelta, lentamente, y bajó la cabeza en su primer saludo. Su cara estaba muy blanca, como si la fatiga lo venciera, y llegué a pensar (entre tantas otras sensaciones, trozos de pensamientos, ráfagas instantáneas de todo lo que me rodeaba en ese infierno del entusiasmo) que podía desmayarse. Saludó por segunda vez, y al hacerlo miró a la derecha donde un hombre de smoking y pelo rubio acababa de saltar al escenario seguido por otros dos. Me pareció que el Maestro iniciaba un movimiento como para descender del podio, pero entonces reparé en que ese movimiento tenía algo de espasmódico, como de querer librarse. Las manos de la mujer de rojo se cerraban en su tobillo derecho; tenía la cara alzada hacia el Maestro y gritaba, al menos yo veía su boca abierta y supongo que gritaba como los demás, probablemente como yo mismo. El Maestro dejó caer la batuta y se esforzó por soltarse, mientras decía algo imposible de escuchar. Uno de los seguidores de la mujer le abrazaba ya la otra pierna, desde la rodilla, y el Maestro se volvía hacia su orquesta como reclamando auxilio. Los músicos estaban de pie, en una enorme confusión de instrumentos, bajo la luz cegadora de las lámparas de escena. Los atriles caían como espigas a medida que por los dos lados del escenario subían hombres y mujeres de la platea, al punto que ya no podía saber quiénes eran músicos o no. Por eso el Maestro, al ver que un hombre trepaba por detrás del podio, se agarró de él para que lo ayudara a arrancarse de la mujer y sus seguidores que le cubrían ya las piernas con las manos, y en ese momento se dio cuenta de que el hombre no era uno de sus músicos y quiso rechazarlo, pero el otro lo abrazó por la cintura, vi que la mujer de rojo abría los brazos como reclamando, y el cuerpo del Maestro se perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían y se lo llevaban amontonadamente. Hasta ese instante yo había mirado todo con una especie de espanto lúdico, por encima o por debajo de lo que estaba ocurriendo, pero en el mismo momento me distrajo un grito agudísimo a mi derecha y vi que el ciego se había levantado y revolvía los brazos como aspas, clamando, reclamando, pidiendo algo. Fue demasiado, entonces ya no pude seguir asistiendo, me sentí partícipe mezclado en ese desbordar del entusiasmo y corrí a mi vez hacia el escenario y salté por un costado, justamente cuando una multitud delirante rodeaba a los violinistas, les quitaba los instrumentos (se los oía crujir y reventarse como enormes cucarachas marrones) y empezaba a tirarlos del escenario a la platea, donde otros esperaban a los músicos para abrazarlos y hacerlos desaparecer en confusos remolinos…»
…Y aquí dejo a cada uno llegar por su cuenta hasta el final.
[J. Cortázar: ‘Las Ménades’, en Final del juego. 1ª ed. México, Los Presentes, 1956]
[Ilustraciones: cubierta de Final del juego (1ª ed.) y retrato de Julio Cortazar (autor sin identificar)]