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·Literatura

«Esta es mi muerte», dice Pedro Páramo en los últimos párrafos de la novela a la que da nombre; la obra maestra de Juan Rulfo. «Con tal de que no sea una nueva noche», añade más abajo. Poco después, Damiana, su sirvienta, que ya ha muerto, lo llama: «Soy yo, don Pedro… ¿No quiere que le traiga su almuerzo?». Y Pedro Páramo, nos cuenta Rulfo, «se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras».

PedroParamo1aEdAsí termina la narración, que había empezado tiempo más tarde, cuando Juan Preciado, hijo olvidado de Pedro Páramo, llega allí, a Comala, para cobrarle a su padre lo que fuera suyo. El tiempo circula aquí en todas las direcciones, o quizá no se mueve y circulamos el lector y los personajes por él. «Es un pueblo muerto -declarará Rulfo años después- donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio…».

Lo que no les falta es voz, y con su voz conversan, explican, reclaman… «Sé que dentro de pocas horas -dice Pedro Páramo a punto de morir- vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oirlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz». Las voces sobreviven a los cuerpos; el paisaje de Comala, su escenario, es el que forman, en voz baja, todas las conversaciones. Y llegan a volver loco a Juan Preciado y provocar su muerte.

«Me mataron los murmullos», explicará. «Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.»

Dorotea ya había muerto tiempo atrás; sin esperanza, por sus pecados, de ver «ni siquiera de lejos» la gloria; sin esperanza de abandonar alguna vez la tierra. El cielo, para ella, «está aquí, donde estoy ahora», le confiesa a Preciado. Y su alma, vagando «como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos […]. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abría la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón».

Ha enterrado ahora a Juan Preciado junto a ella y conversan. Lo había encontrado «ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo», en la plaza.

JuanRulfo«Me llevó hasta allí el bullicio de la gente -le cuenta Juan- y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. […] Reconocí que estaba asustado. Oí el alborto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo…».

Y seguimos escuchando (porque esta novela es de las que se escuchan mientras la lees)… «Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuado no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distnguir unas palabra casi vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto…»

[J. Rulfo: Pedro Páramo, México, Fondo de Cultura Económica, 1955 (1ª ed.); cit. por la ed. de J.C. González Boixo, Madrid, Cátedra, 1998 según la reimpr. de 1983 de la 2ª ed. (México, F.C.E., 1981).
La cita de Rulfo está tomada de J. Sommers: ‘Los muertos no tienen tiempo ni espacio (un diálogo con Juan Rulfo)’, en La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, J. Sommers (ed.), México, SEP-Setentas, 1974]
[Ilustraciones: cubierta de Pedro Páramo (1ª ed.) y retrato de Juan Rulfo hacia 1950-55 (autor sin identificar)]

«El escritorio sobre el que escribo es una antigua mesa de joyero, de madera maciza, provista de cuatro grandes cajones y sobre cuya superficie, ligeramente aplanada con respecto a los bordes, sin duda para impedir que las perlas que en otra época se calibraban sobre ella caigan al suelo, se despliega un paño negro de una textura extremadamente tupida…»

[Así comienza Georges Perec su breve relato ‘Still life/Style leaf’, publicado en Le fou parle en septiembre de 1981, sólo meses antes de su prematura muerte. Autor de una obra literaria exquisita, rica en virtuosismos y realmente singular, Perec señaló estos cuatro polos, cuatro «formas de interrogar», de su escritura: «cómo mirar lo cotidiano», «mi propia historia», «mi gusto por las restricciones, las proezas, las gamas«, con palíndromos, anagramas, isogramas, acrósticos…, finalmente «lo novelesco, el gusto por las historias y por las peripecias», y los cuatro polos se mezclan, combinan, «plantean quizás, a fin de cuentas, la misma pregunta, aunque con perspectivas particulares». La descripción morosa, la enumeración objetiva tras una observación que nunca lo es, o al menos -esto son apreciaciones personales de lector seducido- nunca está desprovista de intención, la agudeza e incluso un punto de estupefacción ante lo aparentemente sencillo hasta desvelar su complejidad son algunas de sus herramientas.

«La prensa diaria habla de todo menos del día a día…», escribió en ‘Approches de quoi?’; «es necesario -añadía- que tras cada acontecimiento haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida no debiera revelarse nada más que a través de lo espectacular, como si lo elocuente, lo significativo fuese siempre anormal (…). Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, como interrogarlo, cómo describirlo?»… Y convencido de que lo habitual contiene, en efecto, preguntas y respuestas, información, se ocupa Perec de observarlo, recorrerlo, anotarlo, y mostrárnoslo luego por medio de unas, estas sí, extraordinarias artes y artificios de narrador.

Pero lo infraordinario, lo común, lo cotidiano que Perec nos narra no tiene por qué ser siempre real; una veces sí, tan veraz como verosímil, y otras, como él mismo confesó en las últimas líneas de uno de sus relatos señeros, «ficticio, concebido por el mero placer, y el mero estremecimiento, de la simulación»]

«El escritorio sobre el que escribo -empecemos de nuevo- es una antigua mesa de joyero, de madera maciza, provista de cuatro grandes cajones y sobre cuya superficie, ligeramente aplanada con respecto a los bordes, sin duda para impedir que las perlas que en otra época se calibraban sobre ella caigan al suelo, se despliega un paño negro de una textura extremadamente tupida. Está iluminada por una lámpara articulada, de metal azul, con pantalla cónica, fijada por una especie de abrazadera a uno de los estantes habilitados en la pared, a la izquierda y un poco hacia delante de la mesa. En el extremo izquierdo de la mesa se encuentran dos bandejas rectangulares, e vidrio grueso, dispuestas una junto a otra. La primera contiene una goma blanquecina sobre la que está escrito en negro staedler mars plastic, un cortaúñas de acero pulido, un librito de cerillas que muestra sobre un fondo amarillo anaranjado un dibujo rojo estilo Vasarely, una calculadora marca casio en la que el número 315308, leído al revés, forma la palabra boesie, una especie de joya compuesta por dos minúsculos cocodrilos entrecruzados, un pez de latón con los ojos de vidrio cuya aleta ventral…»

[dos páginas más abajo:]

«…varios corales y minerales: un ágata con irisaciones ocres y verdosas, una piedra roja, un trozo de coral que evoca una garra de pájaro o una mano de tres dedos, otro fragmento de coral con aire de manopla, el brillo de una esmeralda, de un verde más bien apagado, atrapado en un ganga brillante y negra y un bloque de pirita cuyos innumerables cristales cúbicos muy finamente estriados brillan con un destello metálico. A la derecha de la mesa, sobre una pila de hojas de papel de un formato poco habitual (unos 40 x 30 cm), se amontonan cinco carpetas rosas o verdes llenas de modo dispar. En la de más arriba aparece escrito, con rotulador negro: Corresp urgente. Delante de esta pila de carpetas se hallan dos blocs de notas, uno verde…»

[más abajo, siempre en un único párrafo:]

«…la agenda lleva dos indicaciones manuscritas: una con tinta –llamar a Marie– situada alrededor de las 15 horas, la otra a lápiz –Marie Chaix– hacia el final de la página. En la parte delantera de la mesa hay un pequeño mueble de madera, de unos cuarenta centímetros de largo, de quizá doce de alto, que posee cuatro filas superpuestas de se seis cajones y una encimera en forma de caja. Sobre la tapa de este mueble…»

[y una página después:]

«…un par de tijeras, un abrecartas, un cúter, un portaminas. A la derecha un vaso recto de fondo grueso parcialmente lleno de canicas de vidrio entre las que están metidos diez portaplumas. En primer plano, destacando claramente sobre el paño negro de la mesa, se encuentra una hoja de papel cuadriculado, de formato 21 x 29,7, casi totalmente cubierta por una escritura exageradamente abigarrada, en la que se puede leer: El escritorio sobre el que escribo es una antigua mesa de joyero, de madera maciza, provista de cuatro grandes cajones y sobre cuya superficie, ligeramente aplanada…»

[en efecto, está ahora escribiendo lo que lee que había escrito; y dos páginas más abajo:]

«…varios corales y minerales: un ágata con irisaciones ocres y verdosas, una piedra roja, un trozo de coral que evoca una garra de pájaro o una mano de tres dedos, otro fragmento de coral con aire de manopla, el brillo de una esmeralda, de un verde más bien apagado, atrapado en un ganga brillante y negra y un bloque de pirita cuyos innumerables cristales cúbicos muy finamente estriados brillan con un destello metálico. A la derecha de la mesa, sobre una pila de hojas de papel de un formato poco habitual (unos 40 x 30 cm), se amontonan cinco carpetas rosas o verdes llenas de modo dispar. En la de más arriba aparece escrito, con rotulador negro: Corresp urgente. Delante de esta pila de carpetas se hallan dos blocs de notas, uno verde…»

[y más abajo:]

«…la agenda lleva dos indicaciones manuscritas: una con tinta –llamar a Marie– situada alrededor de las 15 horas, la otra a lápiz –Marie Chaix– hacia el final de la página. En la parte delantera de la mesa hay un pequeño mueble de madera…»

[¿etcétera?]

[G. Perec: ‘Still life/Style leaf’, Le fou parle, nº 18 (sep.1981), reed. en L’Infra-ordinaire, París, Seuil, 1989, trad. (por Mercedes Cebrián) Lo infraordinario, Madrid, Impedimenta, 2008.
Para las refs citadas: ‘Notes sur ce que je cherche’ (orig.1978), en Penser/Classer, París, Hachette, 1985; ‘Approches de quoi?’, Cause commune, nº 5 (feb.1973), reed. en L’Infra-ordinaire, ya cit.; Un cabinet d’amateur. Histoire d’un tableau, París, Balland, 1979]
[Ilustraciones: Perec con gato, autor y fecha sin identificar, reun. A. Aracil; Manos (1978), de la exposición Pere(t)c. Tentativa de inventario, en el Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2012]

Comenio, en El Laberinto del mundo y el Paraíso del corazón [1631], aventura de un hombre de viaje por el mundo, acompañado por las alegorías de lo previsible y lo imprevisible, describe unos extraños anteojos, llamados «perspicilum», con los que todo se veía diferente de lo que aparenta en la realidad; dirigían la vista hacia atrás –pues sólo viendo lo que se dejaba a la espalda podría afrontarse lo por venir– pero, como consecuencia de ello, todo dependía de cada punto de vista y del camino recorrido por cada uno, por lo que provocaban, más que nada, confusión y disputas. El poema parece a veces un escaparate de lo absurdo. En otro momento de su peregrinaje, los protagonistas llegan a una encrucijada con seis direcciones diferentes… y las seis conducían a la misma enigmática y laberíntica ciudad –el castillo del conocimiento último–, donde estaban representadas todas las ciencias, artes y oficios; pero todo era aquí vano o ficticio y sus calles no conducían a ninguna parte.

Gracián nos deja en El Criticón [I parte: 1651] otras muestras de este clima de desconfianza y desorientación que respiraba la sociedad europea desde décadas atrás: una ciudad que «tenía estremada apariencia, y mejor cuanto más de lejos», pero al llegar, los viajeros hallaban que «lo que parecía clara por fuera, era confusa por dentro; ninguna calle había derecha ni despejada: modelo de laberintos y centro de minotauros…» y bajo los pies «laços y más laços y más laços de mil maneras, hasta hilos de oro y de rubios cabellos; de suerte que todo el suelo estaba sembrado de trampas encubiertas». La ciudad, o el mundo en definitiva, se nos muestra aquí y en otros muchos casos como trampa y laberinto. Apariencias, confusión y mudanza son también los componentes principales de Mundus alter et idem [1605], de Joseph Hall; un recorrido por la vida y las costumbres de un mundo en las antípodas, «distinto e igual» al nuestro, espejo deformante y al mismo tiempo observatorio de los comportamientos reinantes en la Europa de comienzos del siglo XVII. […] El estupor y la desorientación ante una realidad cambiante e inaprehensible, que en el Renacimiento había ya empezado a afectar a los científicos, artistas e intelectuales, se había ido extendiendo a toda la sociedad y convertido en imagen urbana; en escenario ficticio sobre el cual, por tanto, sólo las ficciones parecían tener sentido.

[En 2007 participé en un encuentro internacional sobre la llamativa figura de Vincencio Juan de Lastanosa, de cuyo nacimiento se cumplían cuatro siglos. Erudito, curioso –quiero decir deseoso de saber más–, mecenas –de Baltasar Gracián, entre otros–, coleccionista… su biblioteca contaba con cerca de 1.500 títulos impresos o manuscritos y su ‘gabinete de curiosidades’ fue uno de los ejemplos españoles más notables del género.

Miguel López Pérez y Mar Rey Bueno, directores del encuentro reunieron un selecto grupo de especialistas en la ciencia y cultura del barroco, entre los que me incluyeron, y se ocuparon posteriormente de la edición de las Actas con el atractivo título de El inquiridor de maravillas… De mi participación allí extraigo aquí unos párrafos sobre la idea del mundo como apariencia y laberinto, que Lastanosa compartió]

En una muy probablemente falseada –ficticia, diremos ahora– descripción de su biblioteca y curiosidades [Las tres Cosas mas Singulares que tiene la Casa de Lastanosa en este año de 1639, ms. en BNE, Madrid], un supuesto Lastanosa nos brinda con uno de sus extraordinarios espejos otra magnífica metáfora del reino de la subjetividad y las apariencias en que se sumergió buena parte de la cultura del Barroco. «Haze de tres formas –leemos– a quien se mira en él a diferentes distancias; porque, a la regular, haze una cara grande pero hermosa; un paso más apartado, mayor mui fea; y otro paso más lexos muy pequeña, linda y caveza abaxo…». Metáfora doble, por la disociación que ese espejo puede llegar a hacer entre realidad e imagen, ya que todo depende del punto de vista… y por ser quizá el propio espejo una realidad fingida. «Qué diferentes son las cosas del mundo de como las vemos; desde [h]oy perderán conmigo todo el crédito mis ojos y nada creeré menos de lo que viere»… ahora es Quevedo en El mundo por dedentro [1627].

Poco antes, y casi al mismo tiempo, Gonzalo en La Tempestad y Sancho en el Quijote son víctimas de lo inexplicable: de la magia en la comedia de Shakespeare [1611] y de un simple engaño en la novela de Cervantes [II parte: 1615]; Gonzalo, prototipo del sabio y buen anciano, racional, termina llorando «lágrimas [que] corren por su barba como lluvia de invierno / por un tejado de juncos», estupefacto, sin entender nada de lo que le ocurría en la isla; a Sancho, sin embargo, prototipo de gañán honrado y comprensivo, razonable, lo veremos dar por bueno el viaje espacial a lomos de Clavileño, el alígero caballo mecánico de Malambruno, contando como cierto lo que en realidad no ocurrió, inventando sin querer reconocerlo o soñando sin darse cuenta de ello –«ni miento ni sueño»– para enfrentarse a lo que no puede comprender. Serían precisamente estas, la melancolía o el disparate, las dos salidas extremas del curioso o el filósofo ante el desconcierto de la época… y, entre ambas, la paciencia y la confianza en ir desvelando o adivinando pequeños secretos, leyes y excepciones de una realidad inaprehensible. El camino variará entre la cábala, la alquimia, la astrología, el estudio…

«Gusten unos de jardines, hagan otros banquetes, sigan éstos la caça, cébense aquéllos en el juego, rozen galas, traten de amores, atesoren riquezas, con todo género de gustos y de passatiempos; que para mí no hay más gusto como el de leer, ni centro como una selecta librería», dice Critilo, uno de los protagonistas de El Criticón, tras recorrer en la ficción la biblioteca de Lastanosa.

[Para Gracián sería tarea difícil pero no imposible orientarse en este complejo laberinto de apariencias, y hemos de pensar que Lastanosa estaba más cerca de esta idea que de la de Hall o Comenio, que nos presentan el mundo como un caos incomprensible. El mundo está en clave, luego tal vez podamos, pensarían Gracián o Lastanosa, llegar a descubrir sus códigos y descifrarlo…]

Si Lastanosa confiaba en que el conocimiento surgía del encuentro misterioso, desconcertante y placentero a la vez, entre el sujeto y el objeto a conocer, su colección, como la biblioteca, tuvo que ser una fórmula para poseer e intentar comprender por apropiación la realidad y la historia. Como Salastano [su anagrama en El Criticón] y otros personajes de Gracian, fue él de los que no creyeron empeño imposible ir desvelando o adivinando con paciencia pequeños secretos, leyes, excepciones y sorpresas del mundo en el que les tocó vivir.

[de A. Aracil, «El mundo en un armario: secretos, leyes y sorpresas», en El inquiridor de maravillas. Prodigios, curiosidades y secretos de la naturaleza en la España de Vincencio Juan de Lastanosa; Mar Rey Bueno y Miguel López Pérez, coords;
 Huesca, Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2011, pp. 113-128] [ver completo en pdf, con las refs. bibliográficas]
[ilustraciones: El alma, peregrina en el laberinto del mundo, en H. Hugo, Goddelycke Wenschen, Amberes, 1629 // S. Ardevines Isla, Fábrica universal y admirable de la composición del mundo mayor, donde se trata desde Dios hasta nada, y del menor, que es el hombre, Madrid, 1621 (de la Biblioteca de V.J. de Lastanosa) // Ave Fénix, empresa de V.J. de Lastanosa]

«…En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz, se entraba y se salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico…»

El fragmento es de El libro de los seres imaginarios, escrito por Jorge Luis Borges con Margarita Guerrero, inicialmente con el título de Manual de Zoología fantástica (México, FCE, 1957), revisado, ampliado y rebautizado diez años después (Buenos Aires, Kier, 1967) y reordenado alfabéticamente en versiones posteriores.

«El nombre de este libro –leemos en el Prólogo de la 2ª edición y siguientes– justificaría la inclusión del Príncipe Hamlet, del punto, de la línea, de la superficie, del hipercubo, de todas las palabras genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la Divinidad. En suma, casi del Universo…»

[en J.L. Borges y M. Guerrero, El libro de los seres imaginarios; cit. por la revis. de Jorge García López, Barcelona, Destino, 2007] [fotografía: Jorge Luis Borges, 1963, por Alicia D’Amico]

«…»podrían ustedes hacer algo más útil para matar el tiempo que malgastarlo con adivinanzas que no tienen solución».

«¡Ay! ¡Si conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo», exclamó el Sombrerero, «no hablarías de malgastarlo, y mucho menos de matarlo! Se trata de un tipo de mucho cuidado, y no de una cosa cualquiera».

«Me parece que sigo sin comprenderle», dijo Alicia.

«¡Naturalmente que no me comprendes!», dijo el Sombrerero elevando orgullosamente la nariz. «Con toda seguridad ¡ni siquiera habrás hablado con el Tiempo!».

«Puede que no», contestó Alicia con cautela. «Pero sí sé», añadió esperanzada, «que en las lecciones de música marco el tiempo a palmadas».

«¡Ah! ¡Ah! ¡Eso lo explica todo!», afirmó el Sombrerero. «El Tiempo no tolera que le den de palmadas. Si, en cambio, te llevaras bien con él, haría cuanto quisieras con tu reloj…»».

[Lewis Carroll, Alice’s Adventures in Wonderland, Londres, MacMillan, 1865; trad. J. de Ojeda: Alicia en el País de las Maravillas, Madrid, Alianza, 1970] [ilustración: ‘Tiempo detenido’, fotografía, 2012]

«Hay en el Océano una isla visible a distancia en el mar; cuando alguien quiere acercarse, ella se aleja escondiéndose, pero si aquél vuelve nuevamente allí de donde había partido, como antes la ve […]. Los marineros afirman que en ese mar hay un pequeño pez llamado al-Šākil; quien lo lleva consigo logra ver la isla, que ya no vuelve a desaparecer, y puede entrar en ella…».

No hay lugar más apropiado que una isla para imaginar o describir lo prodigioso, lo extraño, la maravilla, las utopías… Lo que es diferente de nuestra realidad es más fácil de aceptar si lo imaginamos ‘aislado’.

En una antología de descripciones de geógrafos y viajeros árabes medievales traducidas al italiano y adaptadas por Angelo Arioli, publicadas en 1989 bajo el título de Le isole mirabili («Las islas maravillosas»), el transcurso de la lectura nos va desvelando algunas fantasías recurrentes: islas habitadas sólo por mujeres, otras con animales o plantas desconocidos, fabulosos, otras en las que se oyen las voces, los sonidos de la vida de sus habitantes pero estos no llegan nunca a verse, islas a veces llenas de peligros, islas llenas de riqueza, islas de placeres, de enigmas, de prodigios… Entre ellas ocupan un lugar llamativo también las islas móviles, islas flotantes que en clave racional podríamos entender como espejismos a la inversa, es decir, ilusiones de tierra en un infinito de agua, igualmente inalcanzables muchas de ellas.

«Hay una isla con casa y cúpulas blancas que aparecen y cobran forma ante los ojos de los marineros, que inmediatamente anhelan alcanzarla. Pero cuanto más se acercan más se aleja aquélla…», anotó Ibn Wașīf Šāh y, él mismo un poco más adelante, sobre la llamada Isla de Șarīf: «se aparece a los marineros, que querrían desembarcar en ella pero, cuando creen haberse aproximado, se aleja de ellos. En ocasiones pasan así días y días sin poderla tocar. Ninguno de quienes viajan por mar dice haberla alcanzado ni haber desembarcado en ella, y sin embargo allí se ven personas, animales, construcciones árboles…».

En otras ocasiones, la fantasía dentro de la fantasía permite alcanzar el espejismo; así ocurre en la isla que aparecía en las primeras líneas, descrita también por Ibn Wașīf Šāh, a la que se podría acceder llevando consigo un pez singular, o en la isla móvil que, en la descripción final, al-Himyarī nos mueve de un lado a otro pero no nos veta. Alcanzar lo inalcanzable ¿es mejor así? Entre conseguirlo o siempre perseguirlo diría yo que se mueve el mundo.

«Unánimes, los marineros dan fe de la existencia de la Isla Móvil y entre ellos los hay que pretenden haberla visto repetidamente, sin albergar duda alguna. Es una isla con montes, árboles y construcciones, y cuando el viento sopla desde Occidente se desplaza hacia Oriente; hacia Occidente si el viento sopla desde Oriente: esa es su costumbre.

Las piedras de esta isla, se recuerda, son finas, harto ligeras; las enormes, que deberían pesar quintales, son de una decena de kilos e incluso menos. Sin advertir su peso pueden llevarse sobre los hombros enormes trozos de montaña».

[textos de Ibn Wașīf Šāh, en Mukhatașar al-‘ağa’īb, y al-Himyarī, en Kitābal-rawd al-mi’țār fi khabar al-aqțār, recogidos traducidos por Angelo Arioli en Le isole mirabili. Periplo arabo medievale, Turín, Einaudi, 1989; trad. Islario maravilloso. Periplo árabe medieval, por Marisol Rodríguez, Madrid, Julio Ollero Edit., 1992]
[ilustración: mapa de al-Idrissi, en 1154, con el mundo conocido y sus islas]

En el Canto XXVIII del Paraíso, Beatriz muestra a Dante «los nueve órdenes de ángeles gloriosos que están en el noveno cielo, y sus oficios». Todo se ordena en torno a un Punto capital, luminosísimo, alegoría del Creador…

«Un punto vidi che raggiava lume
acuto sí, che ‘l viso ch’ elli affoca
chiuder conviensi per lo forte acume…»

Y enseguida, en los siguientes tercetos, encontramos dibujado un paisaje de nueve círculos concéntricos girando a distintas velocidades, más lentos cuanto más lejos del centro se encuentran…

«Distante intorno al punto un cerchio d’igne
si girava sí ratto, ch’ avría vinto
quel moto che piú tosto il mondo cigne;

e questo era d’ un altro circuncinto,
e quel dal terzo, e ‘l terzo poi dal quarto,
dal quinto il quarto, e poi dal sesto il quinto.

Sopra seguiva il settimo sí sparto
già di larghezza, che ‘l messo di Iuno
intero a contenerlo sarebbe arto.

Cosí l’ ottavo e ‘l nono; e ciascheduno
piú tardo si movea secondo ch’ era
in numero distante piú dall’ uno;

e quello avea la fiamma più sincera
cui men distava la favilla pura,
credo, però che più di lei s’invera»

[traduzco casi literalmente:
Un punto vi que irradiaba una luz
tan incisiva, que los ojos que prendía
había que cerrar, por su intensidad;

alrededor del punto, un círculo de fuego
giraba tan veloz que habría vencido
al primer motor del mundo;

y este era por otro rodeado
y aquel por un tercero, y el tercero por un cuarto,
por un quinto el cuarto, y por un sexto el quinto.

Sobre ellos el séptimo, ya tan separado
por su anchura que el mensajero de Juno (el arco iris)
abarcarlo completo no podría.

Y así el octavo y el noveno; y cada uno
más lento se movía cuanto estaba
en número más distante del primero;

y tenía la llama más sincera
el que menos distaba de la chispa pura,
creo, ya que más a él se acerca
]

Sobre estos versos escribí el segundo madrigal del primer cuaderno de Paradiso, para la Semana de Música Religiosa de Cuenca, donde se estrenó en 1991 por el Arnold Schönberg Chör con Erwin Ortner; recuerdo que cantaron como ángeles. El universo circular, sus anillos, sus rotaciones, su velocidad y amplitud, su distancia del punto central, el propio punto como centro y referencia para todos ellos fueron un extraordinario punto de partida y de llegada para una emocionante aventura musical.

[Dante A., Paradiso, XXVIII, vv.16-18 & 25-39; ed. bilingüe: Comedia. Paraíso, Barcelona, Seix Barral, 1977] [ilustración: Gustave Doré]


Cinco versos de Alberto Caeiro, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, forman un exquisito poema:

«Leve, leve, muito leve,
Um vento muito leve passa,
E vai-se, sempre muito leve.
E eu não sei o que penso
Nem procuro sabê-lo»

[Leve, leve, muy leve,
un viento muy leve pasa,
y se va, siempre muy leve.
Y no sé lo que pienso
ni pretendo saberlo
]

Pablo Rivière los utilizó en una partitura suya, Orpheu, para recitador, coros y orquesta, y de ahí, de su canto, tomé yo una célula de cuatro notas (Mi, Mi bemol, La, Do) en una pieza para el órgano grande del Auditorio Nacional de Madrid… las cuatro notas, el título del poema convertido en título también de mi pieza y el clima de dulce melancolía derivado de los versos.

Su apología de la sensación pura («…y no sé lo que pienso ni pretendo saberlo») completamente al margen de toda reflexión, recuerdo, intención o propuesta, me llevó a apoyar la obra, más que en una rígida estructura, en la impresión sonora de cada instante, procurando además mantener la imagen de fluir constante, de brisa, que los versos transmiten… y su levedad.

Alberto Caeiro había nacido –según Pessoa– en 1889 y muerto en 1915. Pessoa concibió y convirtió a Caeiro en su maestro y añadió otros heterónimos, Álvaro de Campos y Ricardo Reis, también como discípulos suyos; los cuatro, incluyendo al propio Pessoa, resultaron ser poetas muy singulares y con obras y personalidades, aun con algunas coincidencias, muy diferentes entre sí.

A diferencia de sus ‘discípulos’, afanados buscadores de los misterios de la vida, el tiempo y la muerte, Caeiro consideraba que la realidad es algo meramente sensorial, inequívoco, casi superficial; más allá sólo habría subjetividad engañosa e inútil. Su poesía es un fiel y aparentemente sencillo reflejo de esto.

[A. Caeiro: «Leve», en O Guardador de Rebanhos (49 poemas fechados en 1914; publ. 1925, revista Athena), reed. en Fernando Pessoa. Obras Completas de Alberto Caeiro, a.c. de Teresa Sobral Cunha, Lisboa, Presença, 1994; trad. Poesía completa de Alberto Caeiro, México, Verdehalago, 2000]
[Ilustraciones: Fernando Pessoa, dibujo de Almada Negreiros]

En los salones privados y las grandes salas de concierto empleadas en muchas ciudades por las florecientes sociedades filarmónicas sonará en las décadas centrales del siglo XIX, las décadas que conoció y vivió Edouard Manet, una nueva música. Una música con fuerte carga expresiva, vehículo a veces de evocaciones, reflexiones y descripciones casi literarias, filosóficas o pictóricas, y otras veces formulada como lenguaje autónomo, absoluto, poderosamente abstracto y estilizado. Entre una y otra tendencia se moverá la música europea de aquel siglo… y en Francia lo hará frecuentemente uniendo una y otra, es decir, descriptivismo y abstracción formal, en creaciones que por cosmopolitas, innovadoras y, al mismo tiempo, decididamente respetuosas con los modelos de la tradición clásica (y barroca) podemos comparar con la aventura pictórica de quien nos reúne a su alrededor en estos conciertos para una exposición.

Va a ser época de grandes sinfonías y sonatas revolucionarias, de nocturnos, fantasías, canciones sin palabras y poemas sinfónicos, es decir, un periodo en el que la música instrumental y los propios instrumentos evolucionan y se desarrollan hasta un punto muy próximo a lo que hemos conocido ayer mismo. Es también una edad de oro para la canción y la ópera, y en París, Londres o San Petersburgo también para la danza y el ballet, que, como describió con gracia Théophile Gautier refiriéndose al final del estilo clásico, «se dejó en manos de los gnomos, ondinas, salamandras, elfos, willys, hadas y toda la extraña y misteriosa multitud que tan bien se presta a las fantasías del coreógrafo. Las doce casas de oro y mármol del Olimpo se relegaron al polvo de los almacenes y a los decoradores sólo se encargaron bosques románticos y valles iluminados por el delicado claro de luna alemán de las baladas de Heine».

Se viven importantes cambios en la literatura y las artes. Cambios estéticos y cambios económicos y sociales. En París, la amnistía napoleónica a los exiliados por la Revolución, junto al aporte de las fortunas hechas durante esos años por industriales, banqueros y empresarios muy diversos, propició la consolidación de un mecenazgo musical de altura. Liszt, Chopin y otros  artistas relevantes fueron, por ejemplo, indirectamente sostenidos pagándoles altos sueldos como profesores, y hoy se piensa que tal vez fuera Armand Bertin, propietario del célebre Journal des débats, la verdadera fuente del célebre regalo de 20.000 francos que Paganini hizo a Berlioz en diciembre de 1838 después de escuchar y conmoverse con la Sinfonía Fantástica y Harold en Italia.

Florecen las empresas musicales: promotores de conciertos, gestores, editores, constructores de instrumentos… El compositor comprueba que entre él y el público se interpone un buen número de mediadores en un mercado, el de la música, cada vez más ramificado e impersonal, si bien, y esta es la parte positiva, cada vez también más especializado y profesional. Poco a poco se va generalizando, además, el consumo de la música instrumental de concierto en un panorama que en Francia había sido durante años cubierto casi exclusivamente por el teatro lírico. La Societé des Concerts du Conservatoire, fundada en 1828, difundirá la música orquestal de Beethoven, entre otros notables, desde sus primeros programas, la Societé Sainte Cécile, de corta vida (1849-56), presentará al aficionado francés importantes partituras de Mendelssohn, Schubert y Schumannn o, por no extendernos con demasiados ejemplos, en la inquieta Societé des Jeunes Artistes du Conservatoire, fundada en 1852, se estrenarán obras sinfónicas de  Gounod o Saint-Saëns antes de desaparecer una década después.

También florecerá la música cámara a partir de sociedades de conciertos que en muchos casos propiciarán la formación de renombrados cuartetos (Alard-Franchomme, Maurin-Chevillard, Armingaud-Jacquard, entre otros) y de iniciativas como el Prix Chartier, instituido en 1861. Y en los salones se desarrollan entre tanto dos géneros de canción, el Romance y la Mélodie, apoyados cada vez más, especialmente el segundo, en textos de grandes escritores como Lamartine, Hugo, Gautier, Baudelaire, Verlaine o Mallarmé y en una música ambiciosa y comprometida. Ambos coexisten y a veces difícilmente se llegan a distinguir: Oh! Quand je dors, de Liszt, o Le papillon et la fleur, de Fauré, ambos con poema de Victor Hugo y que sonarán en este ciclo, son buenos ejemplos de romance; Le spectre de la rose, de las Nuits d’été de Berlioz, sobre Gautier, o L’attente, de Wagner, también sobre Hugo, son dos exquisitas y tempranas mélodies.

Pero hay, como advertíamos, muchos otros focos de atención: Maria Taglioni, la gran bailarina, que debutó en el Téâtre de l’Opéra el verano de 1827, protagonista de la renovación de velos blancos, tules, muselinas y zapatillas de raso a la que antes hacíamos referencia con palabras de Gautier, va a tener pronto una rival, Fanny Elssler, con un baile más pagano y, en ocasiones, hasta voluptuoso. En Le diable boiteux, en 1836, Elssler introduciría una danza andaluza, la cachucha, que sorprendió a todos y abrirá las puertas al éxito futuro de la escuela bolera en los principales escenarios europeos. Eso y una considerable popularidad de lo español en París, con las compañías de baile en los teatros, las habaneras de Iradier en los salones y los conciertos de Sarasate en los principales auditorios, por citar tres buenos ejemplos, lo verá Manet y lo reflejará ya en algunos cuadros importantes (el Guitarrista español del Salon de 1861, Lola de Valencia del año siguiente) reciente todavía su viaje a España al encuentro de Velázquez y Goya.

La música de carácter español, basada sobre todo en jotas, fandangos, seguidillas y habaneras cuando no en una pura invención colorista, es en la Europa del siglo XIX una iniciativa de músicos rusos y franceses; muchos de estos últimos alentados en buena medida por un incansable Sarasate. Pero no perdamos de vista que Italia, lo árabe y oriental y una mirada casi etnológica a las propias tradiciones perdidas completan en igualdad de condiciones la cosmopolita rosa de los vientos parisina de la época. Ni olvidemos tampoco dos manifestaciones de arraigo en lo más cercano: por una parte, el respeto a los grandes maestros del pasado de muchos de los artistas más innovadores, Manet entre ellos, y por otra, la propuesta de los escritores más próximos a éste, como Baudelaire, Zola o Mallarmé, en favor de unas creaciones hijas de su tiempo, de una pintura, un teatro, una ópera, capaces de representar la vida contemporánea.

Un cóctel complejo pero muy fructífero, hoy lo sabemos. Giorgione, Rafael, el siglo XVII holandés, Goya y quizá sobre todos Tiziano y Velázquez serán estudiados y hechos propios por Manet y convertidos en presente (Le déjeuner sur l´herbe, Olympia, El pífano del regimiento, La ejecución de Maximiliano) con la misma profundidad con que Mendelssohn o Franck miran a Bach, que Liszt reinterpreta a Beethoven o Saint-Saëns, en un determinado momento, pondría sus ojos en los maestros franceses del Barroco.

Es el XIX el siglo que ve nacer la moderna musicología, sistemática y con una sólida base científica, y el siglo de las primeras exposiciones universales, capaces de contener en pocas hectáreas las artes e industrias de los cuatro puntos cardinales del planeta. También, en su última década, será el siglo del gramófono, la telegrafía sin hilos (enseguida, la radio) y el cinematógrafo, tres anuncios de lo que nosotros, su futuro, hoy disfrutamos: la facilidad para disponer de creaciones lejanas, en el espacio o el tiempo, sin necesidad de desplazarnos. Son rasgos que acercan esa modernidad a nosotros. Esa nueva forma de mirar el mundo, a lo más inmediato y lo lejano, al café, el parque, el salón, la calle y también a lo exótico o pintoresco, en los pentagramas y en los lienzos, en los álbumes de viaje o las exposiciones universales, eso, junto a la búsqueda de lo nuevo y una fructífera apropiación del pasado (de las tradiciones y la historia) une el interés de muchos ciudadanos y la obra de buena parte de los músicos y artistas de aquellos años… y todavía hoy nos lleva hacia ellos con la naturalidad de lo cercano.

[en A. Aracil, «Una modernidad cercana», Introducción al programa general del ciclo de conciertos Música en la Francia de Manet, organizado por la Fundación Albéniz, la Escuela Superior de Música Reina Sofía y el Museo Nacional del Prado.
Madrid, Museo del Prado, del 11.11 al 09.12.03]
[ilustraciones: Madame Manet au piano (óleo de Edouard Manet, 1868; Musée d’Orsay) / Célestine Galli-Marié en Carmen de Bizet (fotografía, hacia 1883; fondos de la BNF, a través de Gallica) / Exposición Universal de 1889 (fotografía; autor sin identificar)]

«Me he acostumbrado tan bien a no leer que ni siquiera leo lo que cae ante mis ojos por casualidad. No es fácil: nos enseñan a leer desde pequeños y durante toda la vida seguimos esclavos de todos los chismes escritos que nos ponen delante de los ojos. Quizá hice cierto esfuerzo también yo, en los primeros tiempos, para aprender a no leer, pero ahora me sale muy natural. El secreto está en no negarse a mirar las palabras escritas, al contrario, hay que mirarlas intensamente hasta que desaparecen».

¿Qué pensar de esto?… Un libro en el que irrumpe un personaje que ha conseguido no leer… Precisamente un libro cuyo protagonista es el lector (tú, yo, el lector del relato) y, junto a él, el propio libro, que contiene a su vez diez inicios de novela diferentes más un relato conductor cuyo protagonista, el del relato, es un lector (el lector de las novelas interrumpidas y, por tanto, tú, yo…) y una lectora. Se trata de Si una noche de invierno un viajero, del admirable Italo Calvino. «Es una novela sobre el placer de leer novelas», comentaría Calvino; «el protagonista –añadía– es el lector, que empieza diez veces a leer un libro que por vicisitudes ajenas a su voluntad no consigue acabar. Tuve que escribir, pues, el inicio de diez novelas de autores imaginarios…», todas diferentes entre sí: una de sospechas y sensaciones confusas, otra de sensaciones corpóreas, una introspectiva y simbólica, otra revolucionaria existencial, otra cínico-brutal, otra de manías obsesivas… (los calificativos son todos de él mismo).

La primera de esas novelas incompletas, la titulada a su vez «Si una noche de invierno un viajero», como el libro completo, nos enfrenta ya en sus primeras diez o doce líneas a ese juego magistral entre lector y lectura, entre narración y libro (quiero decir con ‘libro’ el objeto donde se escribe la narración), que va a gobernar y gobernarnos continuamente.

Así empieza, textualmente:

«La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pistones cubre la apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo. Entre el olor a estación pasa una ráfaga de olor a cantina de la estación. Hay alguien que está mirando a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas como los cristales de un viejo tren, sobre las frases se posa la nube de humo. Es una noche lluviosa; el hombre entra en el bar…».

Nos ha llevado varias veces como en un juego de prestidigitador de la novela al libro (soporte físico de la novela) y a la narración (contenido de la novela), el escenario y el relato. Así al menos me pareció al leerlo; lo señalo ahora entre corchetes:

«La novela [la novela] comienza en una estación de ferrocarril [el escenario], resopla una locomotora [la acción comienza por el sonido], un vaivén de pistones [y ahora el movimiento] cubre la apertura del capítulo [otra vez la novela en abstracto], una nube de humo esconde parte del primer párrafo [aquí nos ha sacado fuera, al libro-soporte]. Entre el olor a estación [un nuevo sentido, el olfato, nos lleva de nuevo al escenario] pasa una ráfaga de olor a cantina de la estación. Hay alguien [el primer personaje] que está mirando [y el sentido de la vista se hace explícito] a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados [el tacto] por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas [de nuevo nos ha llevado al libro] como los cristales de un viejo tren, sobre las frases se posa la nube de humo [y aquí se cruzan libro, novela y narración]. Es una noche lluviosa; el hombre entra en el bar…».

En fin, un verdadero espectáculo, eso me parece, que no ha hecho más que empezar…

«Yo soy el hombre –leemos unos párrafos más allá– que va y viene entre el bar y la cabina telefónica. O sea: ese hombre se llama «yo» y no sabes más de él, al igual que esta estación se llama solamente «estación» y al margen de ella no existe sino la señal sin respuesta de un teléfono que suena en una habitación oscura de una ciudad lejana…». Y dos páginas después: «La ciudad allá fuera no tiene aún un nombre, no sabemos si se quedará al margen de la novela o si la contendrá por entero en su negro de tinta. Sé sólo que este primer capítulo tarda en apartarse de la estación y el bar…».

¿Quién es quién en todo esto? ¿Quién escribe, sobre quién, para quién… quién lee?

«…Hace ya un par de páginas –acabamos de leer, todavía al principio de esta primera novela– que estás avanzando en la lectura y sería hora de que se te dijera claramente si ésta en la que he bajado de un tren con retraso es una estación de antaño o una estación de ahora; y en cambio las frases siguen moviéndose en el indeterminado, en lo gris, en una especie de tierra de nadie de la experiencia reducida al mínimo común denominador. Ten cuidado: con seguridad se trata de un sistema para implicarte poco a poco, para capturarte en la peripecia sin que te des cuenta: una trampa. O acaso el autor está aún indeciso, como por lo demás tampoco tú, lector, estás muy seguro de qué te gustaría más leer…»

[I. Calvino, Se una notte d’inverno un viaggiatore, Turín, Einaudi, 1979; trad. Si una noche de invierno un viajero, Madrid, Siruela, 1993, 11ª ed. 2011, pp. 67 y 31-34]
[Ilustraciones: cubierta de Se una notte d’inverno… (1ª ed.) y retrato de Italo Calvino (autor sin identificar)]