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·Historia

La pieza que más visitantes y expectación convoca a su alrededor en el British Museum es, en la actualidad, la Piedra Rosetta. No es el busto colosal de Ramsés II, ni los relieves asirios de La caza del león, las esculturas de los tímpanos del Partenón, las cariátides del Erecteion o la gigantesca Hoa Hakananai’a, traída de la Isla de Pascua. La estrella de la colección no es la pieza más grande ni la más antigua ni la más bella ni la de materiales más valiosos: es una piedra de apenas un metro de altura, poco más de dos mil años de antigüedad, rota por tres de sus bordes y con un aburrido decreto de un consejo de sacerdotes que ratifica el culto debido a Ptolomeo V, en el primer aniversario de su coronación.

Rosetta 2014 AracilNinguna de las cualidades objetivas de esta deteriorada estela le hubiera hecho merecer el interés enorme, casi devoción, que despierta de no ser por el hecho de que nos abrió la puerta a entender, por fin, el lenguaje jeroglífico y, con ello, a conocer de verdad el alma del viejo Egipto.

Y no fue esa la intención, claro, de quienes la tallaron en tres lenguas diferentes: en jeroglíficos porque se trataba de un decreto sacerdotal, en demótico porque era la escritura de uso vulgar cotidiano en aquella época ya tardía y en griego porque era la lengua del gobierno y la administración. Ni habría sido, tal vez, este su destino de no haber aparecido mientras los soldados de Napoleón excavaban, en 1799, para hacer los cimientos de la ampliación de un fuerte cercano a la ciudad de el-Rashid.

La escritura, en cualquier caso, y la posibilidad de leer la escritura de otros, tejió el guión de este festejo colectivo.

Piedra de Shabaka 2014 AracilLa escritura está presente en miles de piezas del Museo: sobre el cuerpo de reyes, animales mitológicos y batallas mesopotámicas, sobre los faldones de las estatuas cubo egipcias, sobre tablillas asirias de barro, bronces chinos, cerámica maya, marfil hindú, madera polinesia… En la planta baja, casi arrinconada por la popularidad de otras piezas vecinas (el gato Gayer-Anderson, la pequeña figura en granodiorita de Horus-halcón, la estatua sedente de Roy, sumo sacerdote de Ramses II…), hay una placa de basalto negro procedente de Menfis en la que el faraón Shabaka (25ª dinastía) mandó escribir, para conservar para la eternidad, el relato de la creación del mundo.

Shabaka quería dejar establecido que Ptah, dios supremo de Menfis, había jugado un papel decisivo en la configuración teológica del universo. «Ptah es el grandísimo, que da vida a todos los dioses y sus kas. Aquí, a través de este corazón y mediante esta lengua. Horus nació en él; Thoth nació en él como Ptah. La fuerza de la vida nació en el corazón y por la lengua y en todos los miembros, de acuerdo con la enseñanza de que él [el corazón] está en todos los cuerpos y ella está en las bocas de todos los dioses, todos los hombres, los rebaños, los reptiles y cualquier otra forma de vida…»

Piedra de Shabaka fragm 2014 AracilPero tantas veces las acciones más afanosas, los más ilusionados proyectos, quedan relegados con el paso del tiempo, cuando no perdidos o casi olvidados… Hoy, esa placa rectangular de 138 x 93 cm superpone, en su centro, a la epopeya cósmica de su relato una gran estrella de once puntas. No es un ornamento o una ilustración sino un espejismo: son cicatrices, huellas de la indiferencia; consecuencias de su irreverente utilización tiempo después, allí mismo, en Egipto, como simple piedra de molino.

[fotografías: La Piedra Rosetta entre visitantes; la Piedra de Shabaka; ídem, detalle. Alfredo Aracil, agosto 2014, British Museum]

El dadaísmo es un estado de ánimo y Dada no significa nada… «Declaro que Tristan Tzara ha encontrado la palabra Dada el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Estaba yo presente con mis doce hijos cuando Tzara pronunció por primera vez esa palabra, que desató en todos nosotros un entusiasmo legítimo. Tuvo lugar en el Café Terrasse, de Zurich, mientras me introducía una brioche en la nariz izquierda», escribirá en 1921 Hans Arp –en Dada au grand air– y, abandonando un poco el tono irónico anterior, a renglón seguido: «Estoy convencido de que esta palabra no tiene ninguna importancia y que sólo los imbéciles y los profesores españoles [sic] pueden interesarse por los datos. Lo que nos interesa es el espíritu Dada y nosotros éramos completamente dadaístas antes de la existencia de Dada»…

[Dos jóvenes recién licenciados en Historia del Arte por la Universidad Complutense de Madrid, Delfín Rodríguez y yo, recibimos al final de los ’70 el encargo de escribir un manual de historia del arte de siglo XX para la muy popular Colección Fundamentos, de Ediciones Istmo.

La iniciativa venía de quien había sido profesor nuestro, Víctor Nieto Alcaide, tan generoso y arriesgado él, por su confianza, como insensatos nosotros, por embarcarnos en aquella aventura… y afortunados a la postre, por ser capaces, pese a nuestra inexperiencia entonces, de llevarla a buen puerto. Delfín Rodríguez se ocupó sobre todo de los capítulos dedicados a la arquitectura y el urbanismo, y yo a los de artes plásticas, corrientes sociales y movimientos alternativos, pero ambos fuimos, en definitiva, autores, lectores críticos y correctores de todo; fue un buen trabajo en equipo, del que casi treinta años después me siento honrado, entre otras buenas cosas, por la compañía.

Los capítulos dedicados al futurismo y a dada están entre los que más valoro de aquéllos de los que me ocupé… El mismo año en el que Arp escribía el texto citado, 1921, cuando las rencillas entre Breton, Picabia y Tzara empezaban a llevar al movimiento a su descomposición final, Dada dio una de sus últimas apariencias de unidad con motivo de una conferencia de Marinetti en París, en el Théâtre de l’Oeuvre; mientras él disertaba, los dadaístas procedieron al reparto de un libelo titulado Dada soulève tout donde, entre otros ataques, podía leerse: «ciudadanos, se os presenta hoy de forma pornográfica una espíritu vulgar y barroco que no es la idiotez pura reclamada por Dada, sino el dogmatismo y la imbecilidad presuntuosa»… Ay ]

…Dada no significa nada y el dadaísmo, como tal estado de ánimo, existía antes que la propia palabra. Lo encontramos en estado embrionario sobre todo en el campo de la literatura, como expresión de un sentimiento nihilista y libertario a través de toda la historia y lo volveremos a encontrar, ya a principios de nuestro siglo, en ciertas obras musicales de Erik Satie, en determinadas realizaciones de Marcel Duchamp –no olvidemos que su primer ‘ready-made’, Rueda de bicicleta, es de 1913– o en las acciones deliberadamente absurdas y provocadoras del alemán Johannes Baader –quien en 1914 fue condenado a dos meses de cárcel por enviar telegramas a Guillermo II prohibiéndole terminantemente continuar la guerra–, por citar los casos más significativos y, precisamente, de tres personajes que se verán inmersos en el futuro movimiento. Pero hasta 1916 esto no se había manifestado más que a través de obras o actitudes individuales.

El primer valor importante de Dada es precisamente haber canalizado todas estas tentativas y haberlas llevado a su manifestación mas pura y extrema. Dada se situará al margen de las vanguardias surgidas en Francia, Italia y Centroeuropa, y desde esta posición lanzará sus ataques contra el arte y la literatura tal como eran admitidos a comienzos de la primera guerra mundial, a través del más absoluto desprecio por cuanto se había hecho, y se continuaba haciendo, hasta ese momento. […]

Si por sus técnicas y recursos prácticos ha sido comparado con el futurismo, tampoco han faltado las comparaciones –incluso por parte de miembros cualificados del movimiento– entre Dada y el romanticismo o el expresionismo, por ciertos aspectos de su actitud llamémosla ‘espiritual’. Mientras la mayoría de las vanguardias de este periodo, como el cubismo, el futurismo o el constructivismo, tenían una base ‘positiva’ –entiéndase como admisión de una realidad o un estado de cosas que se intenta superar o mejorar–, Dada, como el expresionismo, reposa sobre la base contraria: son actitudes de fuga o de confrontación –no de superación–, frente al entorno. Por otra parte el propio Tzara llegó a declarar –en el Prólogo a L’Aventure Dada, de Georges Hugnet– que Dada se encaminaba hacia una especie de ‘moral absoluta’ que, «al suponer una imposible pureza de intenciones, se emparentaba con el romanticismo». Pero toda esta serie de parangones o afinidades con otros movimientos, con ser importantes a la hora de fijar histórica e intelectualmente la posición exacta de Dada, no han de distraernos de los que –quizá también gracias a estas comparaciones– se nos revela cada vez como más indiscutible: la asombrosa originalidad del dadaísmo en el ámbito de la Historia del Arte…

[en A. Aracil y D. Rodríguez, El siglo XX, entre la muerte del arte y el arte moderno, Madrid, Istmo, 1982, 3ª edic. 1998, pp. 189 & ss. / en Google Books: El siglo XX…]  [ilustraciones: Was ist Dada?, en Der Dada nº 2, Berlín 1919 / Hugo Ball en el Cabaret Voltaire, Zurich 1916 / Tristan Tzara, fotografía de Man Ray, París 1921]

Los festivales son y han sido siempre algo así como la organización de lo excepcional. Las festividades, la celebración de tradiciones mitológicas o religiosas o de los ciclos de la Naturaleza, son su origen no sólo etimológico: están en el origen ritual de los festivales… y parece que, desde el principio, la música, frecuentemente unida a representaciones dramáticas, fue un elemento imprescindible.

Hoy, una cierta carga de religiosidad, de mitología, aún se respira en las ceremonias del wagneriano templo de Bayreuth por un selecto grupo de fieles que año tras año, todos los veranos, la renuevan y reviven. Pero en general los festivales modernos, nuestros festivales, son ya otra cosa.

[Faltan sólo semanas para que alcen su telones los festivales de verano, la gran mayoría de los que se celebran en Europa. En 1993 la Quincena Musical de San Sebastián, dirigida entonces por José Antonio Echenique, me pidió un texto introductorio para su programa general de aquel año; de él reproduzco aquí estos párrafos.
No podía imaginar yo que sólo unos meses más tarde me iba a hacer cargo de otro de los grandes festivales españoles, el de Música y Danza de Granada, y que estaría al frente de él ocho apasionantes ediciones. Dirigir un festival, vivirlo desde dentro, puede ser una de las mejores y más enriquecedoras experiencias artísticas (si hay imaginación), profesionales (si hay sensatez) y personales]

Más o menos aliados a fines comerciales, sociales o culturales, más o menos apreciados y apreciables, sólo su  juego con lo excepcional los define y los resume.

Excepcionales por lo señalado de sus fechas, por la naturaleza de las obras, por la calidad de sus participantes…, toda excepción es posible en ellos y, naturalmente, también la de la cantidad. De hecho era la magnitud, la reunión de un gran número de intérpretes, la característica más llamativa de los primeros festivales de los que la Historia nos da noticias: el de 1515 en Bolonia, cuando músicos de Francia e Italia se reunieron con motivo de la entrevista de Francisco I y el papa León X para ofrecer un concierto especial a sus soberanos, o la acción de gracias en San Pedro de Roma, ya en el siglo XVII, por el fin de la plaga, con más de doscientas voces en seis coros repartidos por toda la basílica vaticana, o el espectacular Te Deum de Lully en París, con trescientos músicos dirigidos por el autor para celebrar la curación del primogénito de Luis XIV.

La fecha del 22 de noviembre, día de Santa Cecilia, se convertirá sobre todo en Inglaterra durante algún tiempo en la cita musical más señalada del año: en la fiesta por excelencia. En Austria, ya en el siglo XVIII, los cerca de cuatrocientos miembros de la Tonkünstler Societät instituyeron dos reuniones al año, en Adviento y Cuaresma, para todos juntos cantar oratorios. Poco a poco celebraciones de estas, festivales a fecha fija, se desarrollaron más y más, encontraron el favor de músicos, aficionados y gobernantes, y fueron extendiéndose por Europa y parte de América a lo largo del siglo pasado.

Ahora (en nuestro siglo, quiero decir) proliferan por todas partes y de todo tipo. Con frecuencia el atractivo lo pone un lugar de encuentro pintoresco o con historia (York, Baden-Baden, Besançon, Granada), otras veces el principal reclamo es un compositor (Mozart en Salzburgo, Britten en Aldeburgh, Handel en Göttingen, Bach en Oxford o Ansbach, Villa-Lobos en Rio, Schubert en Hohenems) o un intérprete (Menuhin en Bath, Casals en Prades o Puerto Rico) o, a veces, una marcada especialidad, como la ópera en Glyndebourne, la música contemporánea en Venecia o Donaueschingen, en Cuenca música religiosa, en otros la música antigua, o el órgano, o el piano, la guitarra, la música de cine…

No hay un formato único; ni siquiera uno predominante. Y es que, a fin de cuentas, en cada festival se encuentra la única definición posible, a veces el único modelo, de sí mismo.

[de A. Aracil, «Más de quince días de fiesta», en 54 Musika Hamabostaldia / Quincena Musical, programa general, San Sebastián, 1993]
[ilustración: logotipo de la Asociación Europea de Festivales, www.efa-aef.eu]

«Hay en el Océano una isla visible a distancia en el mar; cuando alguien quiere acercarse, ella se aleja escondiéndose, pero si aquél vuelve nuevamente allí de donde había partido, como antes la ve […]. Los marineros afirman que en ese mar hay un pequeño pez llamado al-Šākil; quien lo lleva consigo logra ver la isla, que ya no vuelve a desaparecer, y puede entrar en ella…».

No hay lugar más apropiado que una isla para imaginar o describir lo prodigioso, lo extraño, la maravilla, las utopías… Lo que es diferente de nuestra realidad es más fácil de aceptar si lo imaginamos ‘aislado’.

En una antología de descripciones de geógrafos y viajeros árabes medievales traducidas al italiano y adaptadas por Angelo Arioli, publicadas en 1989 bajo el título de Le isole mirabili («Las islas maravillosas»), el transcurso de la lectura nos va desvelando algunas fantasías recurrentes: islas habitadas sólo por mujeres, otras con animales o plantas desconocidos, fabulosos, otras en las que se oyen las voces, los sonidos de la vida de sus habitantes pero estos no llegan nunca a verse, islas a veces llenas de peligros, islas llenas de riqueza, islas de placeres, de enigmas, de prodigios… Entre ellas ocupan un lugar llamativo también las islas móviles, islas flotantes que en clave racional podríamos entender como espejismos a la inversa, es decir, ilusiones de tierra en un infinito de agua, igualmente inalcanzables muchas de ellas.

«Hay una isla con casa y cúpulas blancas que aparecen y cobran forma ante los ojos de los marineros, que inmediatamente anhelan alcanzarla. Pero cuanto más se acercan más se aleja aquélla…», anotó Ibn Wașīf Šāh y, él mismo un poco más adelante, sobre la llamada Isla de Șarīf: «se aparece a los marineros, que querrían desembarcar en ella pero, cuando creen haberse aproximado, se aleja de ellos. En ocasiones pasan así días y días sin poderla tocar. Ninguno de quienes viajan por mar dice haberla alcanzado ni haber desembarcado en ella, y sin embargo allí se ven personas, animales, construcciones árboles…».

En otras ocasiones, la fantasía dentro de la fantasía permite alcanzar el espejismo; así ocurre en la isla que aparecía en las primeras líneas, descrita también por Ibn Wașīf Šāh, a la que se podría acceder llevando consigo un pez singular, o en la isla móvil que, en la descripción final, al-Himyarī nos mueve de un lado a otro pero no nos veta. Alcanzar lo inalcanzable ¿es mejor así? Entre conseguirlo o siempre perseguirlo diría yo que se mueve el mundo.

«Unánimes, los marineros dan fe de la existencia de la Isla Móvil y entre ellos los hay que pretenden haberla visto repetidamente, sin albergar duda alguna. Es una isla con montes, árboles y construcciones, y cuando el viento sopla desde Occidente se desplaza hacia Oriente; hacia Occidente si el viento sopla desde Oriente: esa es su costumbre.

Las piedras de esta isla, se recuerda, son finas, harto ligeras; las enormes, que deberían pesar quintales, son de una decena de kilos e incluso menos. Sin advertir su peso pueden llevarse sobre los hombros enormes trozos de montaña».

[textos de Ibn Wașīf Šāh, en Mukhatașar al-‘ağa’īb, y al-Himyarī, en Kitābal-rawd al-mi’țār fi khabar al-aqțār, recogidos traducidos por Angelo Arioli en Le isole mirabili. Periplo arabo medievale, Turín, Einaudi, 1989; trad. Islario maravilloso. Periplo árabe medieval, por Marisol Rodríguez, Madrid, Julio Ollero Edit., 1992]
[ilustración: mapa de al-Idrissi, en 1154, con el mundo conocido y sus islas]

Diaghilev, promotor de los Ballets Russes, había quedado impresionado por la viveza de dos obras del joven Igor Stravinsky –el Scherzo fantástico y Fuegos artificiales– escuchadas en los Concerts Siloti y decidió encargarle para un espectáculo de la temporada parisina de 1909 –el ballet Las Sílfides– la orquestación del Nocturno en La bemol mayor y el Vals brillante en Mi bemol mayor de Chopin. Para la siguiente Diaghilev preparaba un programa con tres ballets con coreografía de Fokine: uno sobre Carnaval de Schumann, otro con Scheherazade de Rimsky Korsakov y el tercero una obra inédita, El Pájaro de fuego, sobre leyendas tradicionales rusas. En principio pensó en Liadov para la música pero, ante la premura del estreno, el encargo pasó a Stravinsky. Su éxito marcó la carrera del compositor, que al año siguiente escribiría un nuevo ballet, Petrushka, y dos más tarde, con el mismo destino, una de las obras capitales de la música después del romanticismo: La consagración de la primavera.

[Traigo aquí la nota que escribí sobre La consagración… para un concierto en el Palau de les Arts de Valencia, pero aprovecho las posibilidades de Internet para incluir ahora los enlaces donde ver una magnífica producción de la BBC: Riot at the Rite, de 2005, reconstrucción dramatizada del escandaloso estreno del ballet, los ensayos y todo lo que rodeó a aquella extraordinaria aventura. Alex Jennings como Diaghilev, Adam Garcia en el papel de Nijinsky, Aidan McArdle como Stravinsky, Zenaida Yanowsky bailando el papel de la doncella elegida, que encarnó aquella noche Maria Piltz, Christian McKay como Pierre Monteux al frente de la orquesta… nos regalan, dirigidos por Andy Wilson, una hora y media de emociones (todas), interés y belleza sobresalientes. Puede verse en YouTube, dividido en seis fragmentos; estos son los accesos directos: parte 1, parte 2, parte 3, parte 4, parte 5 y parte 6. Aquí he incluido el fragmento final como ilustración, pero, de verdad, no conviene perderse ninguno; se aprende, viviéndolo casi, mucho de música, danza, teatro, las ideas en juego, los conflictos, tensiones, esfuerzos, anhelos… y, además de todo eso, se disfruta de un trabajo de calidad]

En la última página del manuscrito de la partitura hay una nota garabateada en ruso a la que pocos han prestado atención; Alejo Carpentier, en un artículo para El Nacional de Caracas en diciembre de 1956 la recogía: «Hoy –apuntaba Stravinsky–, a las cuatro de la tarde del 17 de diciembre de 1912, domingo, he terminado la música de Le Sacre [La Consagración] con un insoportable dolor de muelas». Choca encontrar una anotación así, con una anécdota tan particular, en la culminación de una obra llamada a ser universal. Stravinsky, que ya había dado un notable paso adelante en sus innovaciones con Petrushka respecto al ballet precedente, daba ahora un verdadero salto que irritó a muchos, deslumbró a algunos menos y sorprendió a casi todos.

El escándalo de su estreno, la noche del 29 de mayo de 1913 en el Théâtre des Champs-Elysées de París, fue mayúsculo. Stravinsky lo recordaría así en 1959, en sus Conversaciones con Robert Craft: «Estaba sentado en la cuarta o quinta fila, a la derecha, y actualmente recuerdo mucho mejor la imagen de la espalda de [Pierre] Monteux que lo que sucedía en el escenario. Allí estaba él, en apariencia impenetrable y tan inmutable como un cocodrilo. Incluso hoy día sigue pareciéndome casi increíble que fuese capaz de dirigir la orquesta hasta el final. Abandoné mi butaca cuando empezaron los ruidos de verdad […], entré en la parte posterior de escenario y me coloqué detrás de Nijinsky en el ala derecha. Nijinsky estaba de pie, sobre una silla, fuera del campo de visión del público, y le gritaba números a los bailarines. Me pregunté qué tenían que ver esos números con la música, ya que no hay ni «treces» ni «diecisietes» en el esquema métrico de la partitura. Por lo que escuché de la ejecución musical puedo decir que no fue mediocre. Dieciséis ensayos completos le dieron a la orquesta algo de seguridad. Tras la interpretación nos sentimos nerviosos, de mal humor, molestos y… felices».

El libreto fue preparado con Nicolas Roerich, pintor, escenógrafo y arqueólogo ruso, especialista en temas eslavos, y más tarde místico de gran popularidad. No hay argumento en sentido estricto sino, como apunta Stravinsky, una sucesión coreográfica en torno a «el misterio de la primavera y su violenta explosión de poder creador». En su monografía sobre el compositor (Península, 2001), Santiago Martín Bermúdez traducía uno de los guiones del propio Stravinsky explicando estos cuadros de la Rusia pagana… «Primera parte: Adoración de la tierra. Celebración de la primavera, que tiene lugar en las colinas. Suenan los caramillos, las jóvenes dicen la buenaventura. Entra la anciana, que conoce los misterios de la naturaleza y sabe predecir el porvenir. Unos hombres con los rostros pintados llegan del río en fila india y ejecutan la danza de la primavera. Comienzan los juegos. Es el jorovod de la primavera. Los personajes se dividen en dos grupos y se enfrentan. Llega la procesión sagrada de los sabios ancianos. El más anciano y más sabio interrumpe los juegos de la primavera. Los personajes esperan temblorosos el gran acontecimiento. Los ancianos bendicen la tierra feraz, primaveral. Adoración de la tierra. Los personajes danzan apasionadamente sobre la tierra, la santifican y se funden con ella. Segunda parte: El gran sacrificio. Por la tarde, las doncellas danzan en corro y realizan juegos misteriosos. Una de las doncellas es elegida como víctima. Dos veces la designa la suerte, ya que en dos ocasiones se hallaba en el centro de la ronda perpetua. Las doncellas rinden homenaje a la elegida con una danza de esponsales. Invocan a los antepasados y confían la elegida a uno de los sabios ancianos. La elegida se sacrifica en presencia de los ancianos durante una gran danza sagrada, el gran sacrificio». Sacrificio que será musicalmente sellado con un rápido silbido ascendente de las flautas y un golpe fulminante en los parches.

Una muy amplia orquesta fue el arsenal escogido por Stravinsky para llevar a cabo el proyecto. Armonías ásperas y disonancias derivadas, como ya hiciera en Petrushka, de una yuxtaposición de campos modales (especialmente con la escala dórica) y escalas artificiales como la octofónica, pueblan la composición de principio a fin. También los timbres llamativos, casi insólitos entonces, a veces logrados con un solo instrumento llevado a zonas límite de su tesitura y otras con nuevos empastes de colores. Junto a ello, los ritmos y melodías, frecuentemente inspirados o extraídos y manipulados del folklore ruso, con sus compases asimétricos, fueron combinados en patrones variables que tienden a disolver cualquier regularidad. Y todo dentro de una fiereza que rompió con un canon de belleza heredado de siglos de tradición.

Terminada la primera representación, en un restaurante, Diaghilev comentó a Nijinsky y Stravinsky a propósito de lo ocurrido: «Exactamente lo que yo quería». Él no era artista, pero tenía un extraordinario olfato para detectar el éxito potencial de una creación artística, y el valor publicitario de un escándalo como el que acababan de soportar. Desde luego, así fue… Y mucho más: la música occidental, desde aquella noche, no volvió a ser la misma.

[en A. Aracil, Del canto del cisne al gran sacrificio, notas al programa de la Orquestra de la Comunitat Valenciana con obras de Sibelius y Stravinsky, Valencia, Palau de les Arts Reina Sofía, 04.05.07]
[ilustraciones: fragmento de Riot at the Rite, 2005, BBC, y fotografía de Diaghilev, Nijinsky y Stravinsky, 1911, autor sin identificar]

«A un señor púsole un paje en la mesa un plato con una cabezuela de cabrito, sin sesos, que se los comió en el camino. Preguntó al paje: ¿Cómo está esta cabeza sin sesos? Respondió: Señor, era músico»[M. de Santa Cruz, Floresta española de apothegmas o sentencias…, Toledo, 1574]. Cuando encontramos juntos música y mantel en los relatos y costumbres del Renacimiento y el Barroco, el tono de este chiste recogido por Melchor de Santa Cruz en su Floresta española no es, afortunadamente, el predominante; muy al contrario, los convites, banquetes y festines culinarios eran habitualmente entonces escenario, compañía o protagonistas de interesantes creaciones musicales y de extraordinarios ingenios. Recíprocamente, los banquetes fueron también elegidos con frecuencia por los escritores como marco para sus tramas o sus juegos de imaginación.

[Para festejar las Navidades de 2002, José Luis Martínez Martín, siempre ingenioso y emprendedor, editó un libro, Los sentidos del placer, que definió muy generosamente como «una obra de amigos», donde los que colaboramos en ella debíamos buscar puntos de encuentro entre música y gastronomía. Quiso que fuera «un gran encuentro en la amistad, una tertulia virtual, en la que, como debe ser, cada uno se expresa libremente y enfoca su visión del tema propuesto de forma libre y, por qué no, relativamente libertaria».

A su convocatoria acudimos Jordi Abelló, Andoni Luis Aduriz, Sergi Arola, Rafael Banús, José Antonio Echenique, José Ramón Encinar, Iñaki Fresán, José Luis García del Busto, Paz Ivison, Arnoldo Lieberman, Luis López de Lamadrid, Alejandro Massó, Luis de Pablo, Asier Polo, Alberto Solueta, José Luis Tellez, Jorge Wagensberg, Susana Zapke y yo, que escribí este artículo sobre banquetes extraordinarios en el Renacimiento y Barroco del que aquí traigo unos fragmentos. Comida, escenografía y música eran los componentes destacados]

En Hypnerotomachia Poliphili, una de las más sofisticadas aventuras de finales del siglo XV, se detiene su autor en cada objeto, cada plato, cada sirviente, cada color, perfume y música de un exquisito banquete en el palacio de la reina Eleuterílida para describirnos su grandioso lujo. Se inició con un preparado medicinal, servido en mesa y vajilla de oro con mantel verde, y siguieron seis tablas más de manjares y un misterioso postre […].

Había además una pequeña orquesta de «siete muchachas músicas, con dignísimas y preciosas vestiduras ninfales, que a cada cambio de la mesa del banquete variaban sus melodías e instrumentos; y algunas de ellas cantaban suavemente con acentos como de sirenas y ángeles mientras se comía». Cada vez que el repostero retiraba un plato, la música instrumental comenzaba a sonar hasta que reaparecía con el siguiente, y «de este modo ordenado se oían continuamente gratísimos sones, se escuchaban encantadoras armonías, se aspiraban gratísimos aromas y se recibía gratísima saciedad al comer, y todas las cosas se convenían mutuamente para proporcionar un deleite al que nada faltaba» [Poliphili Hypnerotomachia…, Venecia, 1499].

Quizá no tan delicados como éste, pero en cierto modo más espectaculares son los convites que Tirso de Molina nos presenta en sus Cigarrales de Toledo: una sucesión de juegos, distracciones y festejos que ilustran con generosidad la vertiente más lúdica de la vida social de su época […]. [Pero] no sólo se dieron estos casos en la ficción; ni mucho menos. Los Banchetti de Cristoforo de Messisbugo [Ferrara, 1549] ya nos ofrecían, años antes, una colección de crónicas fieles de festines y banquetes en los que a la exuberancia de los manjares se unía el más lujoso artificio, con música, ingenio y escenografías fascinantes […].

De también lujosos banquetes estuvo jalonado el viaje del príncipe Felipe –futuro rey Felipe II– en 1549 a los Países Bajos y algunas importantes ciudades italianas, y ninguno con la espectacularidad y artificio del que en Binche preparó para él y su padre el Emperador la Reina María de Hungría en una «cámara encantada», al decir del cronista Calvete de Estrella: una estancia baja «muy bien adereçada de rica tapicería», cuya a techumbre «era como un natural cielo por una parte con nubes y vientos, que las soplaban, y por la otra lleno de estrellas»; bajo el cielo nublado había cuatro columnas de jaspe y, entre ellas, «encajada con gran arte en el suelo, una arca abierta, secreta y jaspeada», y de lo alto, junto a las columnas, colgaban de unas poleas unas cuerdas «tan sutilmente, que no se vían, ni se entendía el secreto dellas». Una vez todos acomodados, «súbitamente, se revolvió el cielo y començó a tronar y relampaguear tan naturalmente, que quitaba la vista, y granizaba muchos y muy buenos confites, y llovía aguas de azahar, de rosas y de preciosísimos olores, y con aquella tempestad y relámpagos y truenos vieron bajar una mesa del cielo (…), y la mesa pareció adornada de ricas telas, con muchos y diversos platos de porcelana, con todo género de conservas, de cuantas maneras imaginarse podían». Cuando éstas fueron «comidas y saqueadas por las damas», desapareció súbitamente la mesa y en un momento volvió a «turbarse el cielo con tan grandes truenos y relámpagos, que parecía cosa de encantamiento, y a llover y granizar convites como de primero, y con aquella tempestad bajó del cielo otra mesa, con muchos platos y taças de vidrio, llenos de todo género de confituras, suplicaciones de diversas colores y otras mil suertes de confecciones, todas blancas…»; también desapareció ésta y bajó una tercera, que además de otros platos traía «una peña de açúcar candi sutilísimamente labrada con cinco árboles de laurel en ella, que tenían las hojas doradas y plateadas, y llenos de frutas de açúcar y de banderillas con escudos de las armas de todos aquellos estados, hechas de seda de diversa color, y en el de en medio una ardilla, viva atada con una cadenilla de plata». Los vinos, excelentes y tan abundantes como se quiera imaginar, manaban como «lenguas coloradas» de cuatro cabezas de culebras con cuellos dorados y verdes y de una roca marina, cerca de la mesa, «con muchos ramos de coral, hierbas y flores por ella nacidas, y muchas lagartijas, galápagos, sierpes y otras cosas que naturalmente en peñas se crían» [J.C. Calvete de Estrella, El Felicissimo Viaje d’el muy Alto y muy Poderoso Príncipe Don Phelippe…, Amberes, 1552]. […].

Importantes artistas, hoy conocidos casi exclusivamente por sus cuadros, esculturas, sus escritos o su arquitectura, estaban frecuentemente a cargo del diseño y organización de este tipo de festejos. Pensemos en los ingenios de Leonardo para Ludovico el Moro en Milán o para Francisco I en París. Arcimboldo puso también su agudísimo ingenio al servicio de las fiestas y entretenimientos imperiales de Rodolfo II, diseñando máscaras y trajes para representaciones teatrales y esparcimientos de todo tipo. Buontalenti convirtió en fascinantes espectáculos de magia los festejos del Palazzo Pitti o Pratolino. Cosme Lotti, discípulo suyo, vino a España por su fama como fontanero y acabó organizando también brillantes fiestas y espectáculos teatrales para Felipe IV.

Es en estos festejos donde vemos frecuentemente manifestarse la complejidad cultural de la época en todas sus dimensiones. Un reino de lo efímero y lo excepcional, del artificio y muchas veces la extravagancia, donde músicos y cocineros jugaron un papel imprescindible.

[en A. Aracil, «De banquetes extraordinarios», en Los sentidos del placer, ed. a.c. de J.L. Martínez Martín
Madrid, Ope, 2002, pp. 21-25] [ver completo en pdf]
[ilustraciones: Polifilo ante la reina Eleuterílida, en Poliphili Hypnerotomachia…, atrib. a Francesco Colonna, Venecia, por Aldo Manuzio, 1499 // Escena de cocina, en Cristoforo di Messisbugo, Banchetti, compositioni di vivande et apparecchio generale, Ferrara, por Giovanni de Buglhat & Antonio Hucher, 1549]

En los salones privados y las grandes salas de concierto empleadas en muchas ciudades por las florecientes sociedades filarmónicas sonará en las décadas centrales del siglo XIX, las décadas que conoció y vivió Edouard Manet, una nueva música. Una música con fuerte carga expresiva, vehículo a veces de evocaciones, reflexiones y descripciones casi literarias, filosóficas o pictóricas, y otras veces formulada como lenguaje autónomo, absoluto, poderosamente abstracto y estilizado. Entre una y otra tendencia se moverá la música europea de aquel siglo… y en Francia lo hará frecuentemente uniendo una y otra, es decir, descriptivismo y abstracción formal, en creaciones que por cosmopolitas, innovadoras y, al mismo tiempo, decididamente respetuosas con los modelos de la tradición clásica (y barroca) podemos comparar con la aventura pictórica de quien nos reúne a su alrededor en estos conciertos para una exposición.

Va a ser época de grandes sinfonías y sonatas revolucionarias, de nocturnos, fantasías, canciones sin palabras y poemas sinfónicos, es decir, un periodo en el que la música instrumental y los propios instrumentos evolucionan y se desarrollan hasta un punto muy próximo a lo que hemos conocido ayer mismo. Es también una edad de oro para la canción y la ópera, y en París, Londres o San Petersburgo también para la danza y el ballet, que, como describió con gracia Théophile Gautier refiriéndose al final del estilo clásico, «se dejó en manos de los gnomos, ondinas, salamandras, elfos, willys, hadas y toda la extraña y misteriosa multitud que tan bien se presta a las fantasías del coreógrafo. Las doce casas de oro y mármol del Olimpo se relegaron al polvo de los almacenes y a los decoradores sólo se encargaron bosques románticos y valles iluminados por el delicado claro de luna alemán de las baladas de Heine».

Se viven importantes cambios en la literatura y las artes. Cambios estéticos y cambios económicos y sociales. En París, la amnistía napoleónica a los exiliados por la Revolución, junto al aporte de las fortunas hechas durante esos años por industriales, banqueros y empresarios muy diversos, propició la consolidación de un mecenazgo musical de altura. Liszt, Chopin y otros  artistas relevantes fueron, por ejemplo, indirectamente sostenidos pagándoles altos sueldos como profesores, y hoy se piensa que tal vez fuera Armand Bertin, propietario del célebre Journal des débats, la verdadera fuente del célebre regalo de 20.000 francos que Paganini hizo a Berlioz en diciembre de 1838 después de escuchar y conmoverse con la Sinfonía Fantástica y Harold en Italia.

Florecen las empresas musicales: promotores de conciertos, gestores, editores, constructores de instrumentos… El compositor comprueba que entre él y el público se interpone un buen número de mediadores en un mercado, el de la música, cada vez más ramificado e impersonal, si bien, y esta es la parte positiva, cada vez también más especializado y profesional. Poco a poco se va generalizando, además, el consumo de la música instrumental de concierto en un panorama que en Francia había sido durante años cubierto casi exclusivamente por el teatro lírico. La Societé des Concerts du Conservatoire, fundada en 1828, difundirá la música orquestal de Beethoven, entre otros notables, desde sus primeros programas, la Societé Sainte Cécile, de corta vida (1849-56), presentará al aficionado francés importantes partituras de Mendelssohn, Schubert y Schumannn o, por no extendernos con demasiados ejemplos, en la inquieta Societé des Jeunes Artistes du Conservatoire, fundada en 1852, se estrenarán obras sinfónicas de  Gounod o Saint-Saëns antes de desaparecer una década después.

También florecerá la música cámara a partir de sociedades de conciertos que en muchos casos propiciarán la formación de renombrados cuartetos (Alard-Franchomme, Maurin-Chevillard, Armingaud-Jacquard, entre otros) y de iniciativas como el Prix Chartier, instituido en 1861. Y en los salones se desarrollan entre tanto dos géneros de canción, el Romance y la Mélodie, apoyados cada vez más, especialmente el segundo, en textos de grandes escritores como Lamartine, Hugo, Gautier, Baudelaire, Verlaine o Mallarmé y en una música ambiciosa y comprometida. Ambos coexisten y a veces difícilmente se llegan a distinguir: Oh! Quand je dors, de Liszt, o Le papillon et la fleur, de Fauré, ambos con poema de Victor Hugo y que sonarán en este ciclo, son buenos ejemplos de romance; Le spectre de la rose, de las Nuits d’été de Berlioz, sobre Gautier, o L’attente, de Wagner, también sobre Hugo, son dos exquisitas y tempranas mélodies.

Pero hay, como advertíamos, muchos otros focos de atención: Maria Taglioni, la gran bailarina, que debutó en el Téâtre de l’Opéra el verano de 1827, protagonista de la renovación de velos blancos, tules, muselinas y zapatillas de raso a la que antes hacíamos referencia con palabras de Gautier, va a tener pronto una rival, Fanny Elssler, con un baile más pagano y, en ocasiones, hasta voluptuoso. En Le diable boiteux, en 1836, Elssler introduciría una danza andaluza, la cachucha, que sorprendió a todos y abrirá las puertas al éxito futuro de la escuela bolera en los principales escenarios europeos. Eso y una considerable popularidad de lo español en París, con las compañías de baile en los teatros, las habaneras de Iradier en los salones y los conciertos de Sarasate en los principales auditorios, por citar tres buenos ejemplos, lo verá Manet y lo reflejará ya en algunos cuadros importantes (el Guitarrista español del Salon de 1861, Lola de Valencia del año siguiente) reciente todavía su viaje a España al encuentro de Velázquez y Goya.

La música de carácter español, basada sobre todo en jotas, fandangos, seguidillas y habaneras cuando no en una pura invención colorista, es en la Europa del siglo XIX una iniciativa de músicos rusos y franceses; muchos de estos últimos alentados en buena medida por un incansable Sarasate. Pero no perdamos de vista que Italia, lo árabe y oriental y una mirada casi etnológica a las propias tradiciones perdidas completan en igualdad de condiciones la cosmopolita rosa de los vientos parisina de la época. Ni olvidemos tampoco dos manifestaciones de arraigo en lo más cercano: por una parte, el respeto a los grandes maestros del pasado de muchos de los artistas más innovadores, Manet entre ellos, y por otra, la propuesta de los escritores más próximos a éste, como Baudelaire, Zola o Mallarmé, en favor de unas creaciones hijas de su tiempo, de una pintura, un teatro, una ópera, capaces de representar la vida contemporánea.

Un cóctel complejo pero muy fructífero, hoy lo sabemos. Giorgione, Rafael, el siglo XVII holandés, Goya y quizá sobre todos Tiziano y Velázquez serán estudiados y hechos propios por Manet y convertidos en presente (Le déjeuner sur l´herbe, Olympia, El pífano del regimiento, La ejecución de Maximiliano) con la misma profundidad con que Mendelssohn o Franck miran a Bach, que Liszt reinterpreta a Beethoven o Saint-Saëns, en un determinado momento, pondría sus ojos en los maestros franceses del Barroco.

Es el XIX el siglo que ve nacer la moderna musicología, sistemática y con una sólida base científica, y el siglo de las primeras exposiciones universales, capaces de contener en pocas hectáreas las artes e industrias de los cuatro puntos cardinales del planeta. También, en su última década, será el siglo del gramófono, la telegrafía sin hilos (enseguida, la radio) y el cinematógrafo, tres anuncios de lo que nosotros, su futuro, hoy disfrutamos: la facilidad para disponer de creaciones lejanas, en el espacio o el tiempo, sin necesidad de desplazarnos. Son rasgos que acercan esa modernidad a nosotros. Esa nueva forma de mirar el mundo, a lo más inmediato y lo lejano, al café, el parque, el salón, la calle y también a lo exótico o pintoresco, en los pentagramas y en los lienzos, en los álbumes de viaje o las exposiciones universales, eso, junto a la búsqueda de lo nuevo y una fructífera apropiación del pasado (de las tradiciones y la historia) une el interés de muchos ciudadanos y la obra de buena parte de los músicos y artistas de aquellos años… y todavía hoy nos lleva hacia ellos con la naturalidad de lo cercano.

[en A. Aracil, «Una modernidad cercana», Introducción al programa general del ciclo de conciertos Música en la Francia de Manet, organizado por la Fundación Albéniz, la Escuela Superior de Música Reina Sofía y el Museo Nacional del Prado.
Madrid, Museo del Prado, del 11.11 al 09.12.03]
[ilustraciones: Madame Manet au piano (óleo de Edouard Manet, 1868; Musée d’Orsay) / Célestine Galli-Marié en Carmen de Bizet (fotografía, hacia 1883; fondos de la BNF, a través de Gallica) / Exposición Universal de 1889 (fotografía; autor sin identificar)]

«Muchas veces se ha señalado que el Renacimiento supuso no sólo el descubrimiento del hombre como individuo sino, también, la renovación del interés por la Antigüedad como época que colmaba las aspiraciones culturales de los siglos XV y XVI.

Distintas ciudades y regiones de Europa conservaban todavía gran cantidad de edificios y ruinas de la época romana y, en especial, la misma ciudad de Roma poseía una espléndida colección de ruinas que, aunque mermadas por el paso de los siglos, todavía eran capaces de sugerir importantes reflexiones a los hombres del Renacimiento. No es de extrañar, pues, que el interés por los restos arqueológicos fuera muy grande y Roma se convirtiera en meta favorita de artistas, peregrinos y viajeros…»

La cita es de un artículo que Fernando Checa y yo escribimos en 1981 para la entonces casi recién nacida Revista de Arqueología por sugerencia de mi mujer, Inmaculada Rus, prehistoriadora y conocedora de la publicación. Nuestro mundo de estudios era el Renacimiento y el de la revista estaba claro y bien explícito, pero Checa, amigo y compañero aventajado, supo dar con un buen punto de encuentro: el interés por la Antigüedad y florecimiento de la arqueología en los siglos XV y XVI, con Roma como protagonista.

El interés por Roma era entonces sobre todo cultural y pronto se convirtió en verdadera erudición arqueológica. La literatura de la época es buen testimonio de esto y el mejor ejemplo fue la recopilación de restos epigráficos, que han llegado hasta hoy gracias sobre todo a su transcripción en libros dedicados a ello.

Pero esta atención creciente hacia los restos arqueológicos de la antigua Roma fue también artística, y no sólo los edificios aislados sino también la ciudad como realidad urbana fue fundamental para tratadistas como Alberti [Descriptio urbis Romae, ms.1434, De re aedificatoria, 1452], Serlio [I sette libri dell’architettura, 1537…] o Palladio [I quattro libri dell’architettura, 1570, L’Antichità di Roma, 1575…]. Por otra parte, ya desde Brunelleschi, Donatello o Ghiberti el viaje a Roma se había convertido en hito imprescindible para muchos artistas, lo que produjo una verdadera pasión por la arqueología, y los dibujos científicos de sus ruinas y monumentos se extendieron por doquier…

«Con todo –escribíamos Checa y yo más adelante–, lo que explica este interés científico por una preciosa descripción de los edificios de Roma fue a importancia que la cultura del Renacimiento otorgó al Mundo Clásico como ejemplo de forma de vida y modelo ético. Andrea Fulvio, que firmaba sus escritos como «Antiquarium Romanum», no sólo se lamentaba de los devastadores efectos del incendio de Nerón o de la decadencia romana en la época de los bárbaros y su destrucción en la Edad Media, sino que en su ‘laudatio’ a la ciudad se pregunta, de forma retórica, sobre si alguien es capaz de ignorar la majestad de la urbe…»

La nueva valoración de la Antigüedad, esa reconsideración del propio objeto arqueológico, se tradujo, entre otras manifestaciones, en la protección de las antigüedades, que había comenzado ya a hacerse patente con disposiciones legales desde el siglo XIV, aunque todavía sin el carácter sistemático que alcanzarán ahora, en el Renacimiento. Se levantan planos de la antigua Roma, se elaboran inventarios de sus edificios y restos, se reflexiona sobre la adecuada conservación o restauración de los más importantes y, como complemento y consecuencia de ello, se desarrollará una nueva actividad artística, la de los dibujos y grabados de las estatuas, monedas o arquitecturas, caracterizada por la precisión y objetividad.

«Si en un principio –leemos también– los nuevos ideales habían llevado al estudio de la Antigüedad clásica y a la investigación de sus ruinas con la intención de hallar unos modelos, tanto estructurales como ornamentales, que poder aplicar a las artes plásticas y la arquitectura, así como unas ‘normas de comportamiento’ para ciertas élites, el cúmulo de objetos y de información sobre el pasado fue lo suficientemente grande como para propiciar una ‘moda de lo antiguo’ a principios del siglo XVI.

Aunque existen algunos ejemplos anteriores de importancia, va a ser ahora cuando se generalicen las colecciones de antigüedades, con lo que multitud de medallas y numerosos restos de relieves y esculturas invadieron los jardines y las estancias de las principales villas y palacios. Surgió así una demanda tan difícil de satisfacer que, con frecuencia, se hubo de recurrir a copias y falsificaciones…»

Pero junto a esta creciente valoración de los objetos arqueológicos y, con ellos, de la arqueología misma como disciplina específica, otros condicionantes van a influir a la hora de propiciar una utilización diferente y complementaria del pasado romano: el reclamo y guía para los numerosos viajeros (hoy diríamos turistas, entonces eran peregrinos) que acudían a Roma como capital de la Cristiandad…

«Promovido fundamentalmente por el Pontificado, un nuevo concepto de la devoción, mucho más emocional y activo, junto a una revitalización de la idea de Roma como capital de la Cristiandad –y, por tanto, de las peregrinaciones a ella– propició su engalanamiento, sacando a la luz cuanto de atractivo o monumental quedara de su pasado, y una auténtica proliferación de guías para los visitantes.

La mayor parte de estas guías estaban divididas en jornadas; aunque surgían con una finalidad en parte docente, para evitar que los numerosos visitantes «deseosos de ver lo que en ella hay», se marchasen de Roma «los más de ellos (…) sin entender y sin saber la tercia parte, y algunos si ver casi nada», recuperaban la tradición de las Mirabilia Romae medievales, adjuntando también la significación de determinadas imágenes y narraciones de milagros, así como las Estaciones, Gracias e Indulgencias de cada iglesia…»

Las iglesias renovarán sus fachadas y adornarán sus interiores, los monumentos paganos serán en cierto modo ‘sacralizados’ para enriquecer y enriquecerse con los peregrinos, los obeliscos servirán como elementos de identificación de puntos importantes… Roma, así, de la mano de sus ‘maravillas’ recuperó su papel de metrópoli y destino.

[A. Aracil y F. Checa Cremades: «Mirabilia Romae. Una arqueología renacentista», Revista de Arqueología, nº 5 (marzo 1981. Madrid), pp. 38-44] [pdf artículo completo]

[imágenes: el Foro de Trajano, grabado de G.B. Cavalieri, 1569, sobre dibujo de G.A. Dosio; Le cose maravigliose dell’alma città di Roma, 1587; el Campidoglio, grabado de E. Du Pérac, 1573]

En Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift describe un pueblo de pensadores, científicos y «horribles engendros de la razón», el reino de Laputa, donde el protagonista encuentra una máquina de escribir automática, compuesta por infinidad de dados de madera giratorios en cuyas superficies estaban todas las palabras del idioma en todas las formas en que podían aparecer; por medio de cuarenta palancas se hacía cambiar la posición de los dados entre sí y si por azar aparecían grupos de palabras que formaran frases con sentido, eran copiados y conservados como provisión de fragmentos literarios; de este modo, incluso «el más ignorante, a un coste razonable y muy poco esfuerzo físico, podía escribir sin ayuda y sin estudio» [Travels into several Remote Nations of the world. In four parts. By Lemuel Gulliver, Londres, 1727]. En el mismo estilo satírico, Jean Paul, narra en su Selección de los documentos del Diablo un viaje astronauta a Saturno y describe distintos inventos mecánicos antes de terminar reprochando a los lectores «…vivís y actuáis como máquinas; cada uno de vosotros es uno de tales hombres-máquina» [Auswahl aus des Teufels Papieren, Gera, 1789].

Pero será en el siglo XIX cuando vivamos un conflicto de proporciones considerables entre el trabajo artesano y el mecanizado; un conflicto que en el campo de las ideas estéticas se mantendría vivo hasta más allá de la Primera Guerra Mundial. Quizá el último gran debate en este terreno haya sido el de Walter Benjamin y Theodor W. Adorno sobre las consecuencias de la reproducción en serie en el disfrute del arte, con la fotografía y la música como campos de discusión elegidos por uno y otro; Benjamin en Das kunstwerk im Zeitalter seiner Technischen Reproduzierbarkeit, 1936 [trad. «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica», en Discursos interrumpidos I, Madrid, 1973], y Adorno en Über den Fetischcharakter in der Musik und die Regression des Hörens, 1938 [trad. «Sobre el carácter fetichista en la música y la regresión del oído», en Disonancias. Música en el mundo dirigido, Madrid, 1966].

En un texto introductorio para el catálogo de la exposición ‘Música mecánica. Los inicios de la fonografía’, del Centro de Documentación Musical de Andalucía [2004], con una bella muestra de cajas de música, pianos mecánicos, fonógrafos y gramófonos, escribí sobre este conflicto entre hombres y máquinas. Me había acercado a esas discusiones, que trascendían lo meramente estético, en mi memoria de licenciatura, sobre música y máquinas [Univ. Complutense, 1979] y en algún trabajo posterior. El choque entre apocalípticos e integrados es una de las constantes en la historia de nuestro mundo, y este caso concreto nos brinda un marco muy bueno para ver con más claridad esa infancia de nuestros actuales reproductores de música. Recojo aquí unos párrafos…

«Pensemos –comenzaba aquel texto– en las primeras décadas de la Revolución Industrial en Europa. Las máquinas van invadiendo poco a poco las distintas actividades humanas. John Ruskin, mediado el siglo XIX, denunciará que la sustitución del trabajo manual por el mecánico eliminaba para el hombre la posibilidad de manifestar completamente su capacidad de invención [The Seven Lamps of Architecture, 1849]; sólo el artesano, que concibe su trabajo como un compromiso moral, podía, según él, producir bellas formas. Y no será esta la única voz que se alce contra las consecuencias de aquella creciente mecanización; ya antes Sismondi [Nouveaux Principes d’Économie Politique ou de la richesse dans ses raports avec la population, 1819] y por los mismos años Robert Owen [The Revolution in the Mind and Practice of the Human Race, 1849], empujados por la crisis económica de los primeros años del siglo, habían denunciado diversos aspectos del nuevo sistema y propuesto soluciones, y William Morris culminará poco después esta tendencia anti-mecánica o, en un sentido más amplio, anti-industrial; en sus ensayos [Hope and Fears for Art, 1882, Sings of Change, 1888, Architecture, Industry and Wealth, 1902 (postumo) y su novela News from Nowhere, 1890] el arte deja de ser visto como una característica de los objetos para convertirse en una forma de «vida feliz» opuesta al sistema económico liberal, en el que la vida cotidiana quedaba reducida al mecanismo de la producción y privada de todo goce espontáneo.

Entre tanto, en sentido opuesto a este ideal entre el conservadurismo y la anarquía, Henry Cole había tratado de desarrollar una labor de restauración del «buen gusto» en las artes aplicadas, donde las formas neogóticas en boga propiciaban los más extravagantes modelos. En 1855 funda en South Kensignton un Museo de Artes Aplicadas  –núcleo original del actual Victoria and Albert Museum–  y los últimos años de su vida los dedicó a asuntos didácticos, reuniendo a su alrededor a un grupo de artistas cuya contribución a la mejora de las artes aplicadas fue de gran importancia; entre ellos, Owen Jones, con notables publicaciones sobre modelos decorativos [Sections and Details of the Alhambra, 1842-45, o The Revolution in the Mind and Practice, 1849], tipos de imprenta, monogramas…, y Richard Redgrave [fundador con Jones, de The Journal of Design and Manufactures], quien desarrollaría la idea de «utilidad» como principal fundamento de las artes aplicadas, demostrando que se podían remitir a este principio todas las exigencias de la cultura artística…».

Conciliación proponían unos, rechazo otros. La literatura de ficción ya se había adelantado, como hemos visto, a los recelos contra la mecanización y el automatismo. También la música participó en el juego de críticas, burlas y alabanzas a la industrialización y la mecánica…, sobre todo con la aparición del ferrocarril.

«…En 1826 –recogía un poco más adelante– circuló la primera máquina de vapor, entre Darlington y Stockton, y desde entonces se convirtió en uno de los principales emblemas de la nueva era. Muy pronto los artistas se interesaron por él; Turner, Daumier, Campoamor, Monet y muchos otros lo reflejan en sus pinturas o sus escritos, pero el ferrocarril contará además con un atractivo suplementario para los compositores: sus propiedades acústicas, desde la variedad de sonidos que producía hasta el característico ostinato rítmico de su marcha. Sin embargo, también será su valor como símbolo  algo que al principio también se destacará. Johann Strauss padre [Eisenbahn-Lust waltz, op. 89, para orquesta] o Valentin Alkan [Le Chemin de fer, op. 27, estudio para piano] evocan en sus partituras los sonidos de un viaje en tren. En 1846 Berlioz, nada menos, estrena con texto de Jules Janin un Canto de los ferrocarriles, para tenor, coro y orquesta [«Le Chant des chemins de fer»; publicado en 1850 como nº 3 de Feuillets d’album, op. 19], con motivo de la inauguración de la primera línea férrea francesa. La otra cara de la moneda la encontramos en un primer momento también en París, en una pieza burlona para piano de Rossini, escrita a principios de los sesenta, Un petit train de plaisir… [en el vol. VI de Péchés de vieillesse, 1857-68], en la que se describe un viaje de recreo con descarrilamiento incluido…»

La tecnología del siglo XIX producirá una amplia variedad de instrumentos mecánico-musicales, tanto de consumo doméstico privado como para lugares públicos. Entre los de uso privado, aparte de la sonería de relojes, que continuará desarrollando los modelos de los siglos precedentes, los más populares fueron las Cajas de Música. Otra de las novedades del siglo XIX será la generalización del uso de instrumentos musicales automáticos en lugares públicos; los más ambiciosos fueron los llamados ‘Orchestrions’ y ‘Panharmonicons’, básicamente órganos automáticos de tubos con una serie de registros capaces de jugar el papel de muchos instrumentos de la orquesta, que en algunos casos también acabaron por ser directamente incorporados a estos grandes muebles musicales.

Por otra parte, aunque los pianos automáticos con programación sobre cilindros existían ya mucho antes, en 1890 haría su aparición el primer modelo accionado neumáticamente por medio de un sistema de rollos de papel perforado; los distintos modelos comercializados por las fábricas especializadas y concretamente la ‘Pianola’ de la Aeolian Co., que por su popularidad generalizó su denominación al resto, tuvieron enseguida una enorme aceptación. Así estaban las cosas cuando aparece la más trascendental aportación del siglo XIX a la familia de las máquinas musicales: el ‘Fonógrafo’, patentado por Edison en 1878, en el que una aguja de acero unida a una membrana respondía a las vibraciones del sonido trazando un surco sobre un cilindro… y, aquí viene lo importante, era capaz de reproducirlo después. Un año antes Charles Cross había depositado en la Academia de las Ciencias de París un sobre lacrado en el que describía y explicaba un aparato reproductor de sonido, el ‘Paleophone’, basado en el mismo principio en el se apoyaría Edison; el asunto nunca ha estado del todo claro y no se puede asegurar que haya sido Cross el auténtico padre del sonido grabado. Emile Berliner presentó en 1887 el ‘Gramófono’, un instrumento que grababa sobre discos planos en vez de cilindros. Los hermanos Pathé perfeccionarán el sistema de prensado de estos discos para la fabricación en serie y en los primeros años del siglo XX los discos suplantarán definitivamente al rodillo. El resto de la historia la conocemos mejor.

[A. Aracil: «En el arranque de la maquinización», en Música mecánica. Los inicios de la fonografía (catálogo de 
la exposición); Mª Soledad Asensio Cañadas e Inmaculada Morales Jiménez, eds. 
Granada, Centro de Documentación Musical de Andalucía, 2004] [descargar pdf]

[Ilustraciones: J. J. Grandville, máquina de escribir automática; ilustración al episodio citado aquí de Los viajes de Gulliver  //  Fonógrafo de T. Edison, modelo perfeccionado de maletín; foto: Norman Bruderhofer]

Lo fantástico, lo imaginario, que ya formaba parte de las descripciones maravillosas de los viajeros medievales, se convertirá en tema o sujeto de manifestaciones de todo tipo, desde las sobrecogedoras visiones cosmológicas de Leonardo en algunos de sus manuscritos, hasta la larga enumeración de «maravillas del mundo» de Rabelais. Éste, en el Cuarto Libro de Gargantúa y Pantagruel, alcanza una de sus fantasías más deslumbrantes y bellas cuando Pantagruel y Panurgo oyen en el mar glacial los gritos y exclamaciones de una batalla librada un año antes, congelados en su día y sonoros ahora por efecto del deshielo… «Tomad, tomad, dijo Pantagruel, vedlas aquí que no están todavía descongeladas. Entonces nos lanzó a la cubierta  —continúa Rabelais—  puñados de palabras heladas, y parecían cuentas perladas de distintos colores (…). Al calentarlas con nuestras manos se fundían como nieve, y las oíamos realmente…».

La aceptación consciente de lo exagerado, de lo reconocidamente irreal será pronto, desde mediado el siglo XVI, moneda corriente, y veremos coincidir lo irreal y la consciencia de esta irrealidad en el mismo ámbito, en una misma persona, en una misma creación, y también, como consecuencia de la renuncia a una relación sincera con la realidad, será frecuente la creación de otras realidades, aisladas y casi independientes del mundo exterior: realidades alternativas, como las colecciones, el teatro, juegos, fiestas, autómatas, utopías, laberintos… El Jardín, paraíso en unos casos, universo en otros, fue escenario o cobijo frecuente de estas manifestaciones, pero también debemos considerarlo, en sí mismo, como una naturaleza alternativa, como un sofisticado artificio capaz no sólo de imitar la naturaleza, sino de recrearla e incluso a veces superarla. Lo mismo ocurría con las colecciones, bibliotecas y «studioli» de la época, realidad virtual en algunas ocasiones o ensayo, al menos, de comprensión de la realidad por aquellos que no lo consideraban empeño imposible.

El mundo que describe Gracián en El Criticón, a diferencia del de Comenio o el de Josef Hall, no es siempre un caos o un monstruo sino, más bien, un complejo juego de mentiras, un laberinto de apariencias en el que es dificil, pero no imposible, orientarse. «Todo cuanto hay en el mundo passa en cifra», apunta Gracián casi al final de la obra. Hay, pues, que desconfiar de la impresión primera  —«no hay mayor enemigo de la verdad que la verosimilitud», leemos también—,  pero tal vez no sea imposible llegar a entender lo que nos rodea y nos sucede, o a entreverlo, aunque sea parcialmente […]

Para los más optimistas, para quienes trataban de dar con alguna de las claves del mundo, la colección y la biblioteca fueron herramientas casi imprescindibles. Ciencia, magia, erudición y maravillas caminarán juntas en algunas de estas colecciones, uniendo lo didáctico o académico con lo raro procedente del mundo natural  —monstruos, curiosidades—  y del artificial; porque las colecciones de los siglos XVI y XVII basculaban con frecuencia entre el deseo de completar o armonizar y el de romper la norma con casos excepcionales. Son la mayoría un tercer vértice, más que un término medio, entre la «Wunderkammer» de finales de Edad Media y la Enciclopedia científica del siglo de la Ilustración. Buena parte de las colecciones del momento se nos presentan, pues, como una especie de tierra de nadie y de todo: como un lugar de encuentro entre la realidad y el símbolo, entre lo conocido y la sorpresa, entre lo concreto y lo universal, entre las artes, las ciencias y el juego.

[de A. Aracil, «Jardines y otros sueños», en La ilusión de la belleza, Madrid-Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo, 2001]