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·Alrededor del tiempo

La pieza que más visitantes y expectación convoca a su alrededor en el British Museum es, en la actualidad, la Piedra Rosetta. No es el busto colosal de Ramsés II, ni los relieves asirios de La caza del león, las esculturas de los tímpanos del Partenón, las cariátides del Erecteion o la gigantesca Hoa Hakananai’a, traída de la Isla de Pascua. La estrella de la colección no es la pieza más grande ni la más antigua ni la más bella ni la de materiales más valiosos: es una piedra de apenas un metro de altura, poco más de dos mil años de antigüedad, rota por tres de sus bordes y con un aburrido decreto de un consejo de sacerdotes que ratifica el culto debido a Ptolomeo V, en el primer aniversario de su coronación.

Rosetta 2014 AracilNinguna de las cualidades objetivas de esta deteriorada estela le hubiera hecho merecer el interés enorme, casi devoción, que despierta de no ser por el hecho de que nos abrió la puerta a entender, por fin, el lenguaje jeroglífico y, con ello, a conocer de verdad el alma del viejo Egipto.

Y no fue esa la intención, claro, de quienes la tallaron en tres lenguas diferentes: en jeroglíficos porque se trataba de un decreto sacerdotal, en demótico porque era la escritura de uso vulgar cotidiano en aquella época ya tardía y en griego porque era la lengua del gobierno y la administración. Ni habría sido, tal vez, este su destino de no haber aparecido mientras los soldados de Napoleón excavaban, en 1799, para hacer los cimientos de la ampliación de un fuerte cercano a la ciudad de el-Rashid.

La escritura, en cualquier caso, y la posibilidad de leer la escritura de otros, tejió el guión de este festejo colectivo.

Piedra de Shabaka 2014 AracilLa escritura está presente en miles de piezas del Museo: sobre el cuerpo de reyes, animales mitológicos y batallas mesopotámicas, sobre los faldones de las estatuas cubo egipcias, sobre tablillas asirias de barro, bronces chinos, cerámica maya, marfil hindú, madera polinesia… En la planta baja, casi arrinconada por la popularidad de otras piezas vecinas (el gato Gayer-Anderson, la pequeña figura en granodiorita de Horus-halcón, la estatua sedente de Roy, sumo sacerdote de Ramses II…), hay una placa de basalto negro procedente de Menfis en la que el faraón Shabaka (25ª dinastía) mandó escribir, para conservar para la eternidad, el relato de la creación del mundo.

Shabaka quería dejar establecido que Ptah, dios supremo de Menfis, había jugado un papel decisivo en la configuración teológica del universo. «Ptah es el grandísimo, que da vida a todos los dioses y sus kas. Aquí, a través de este corazón y mediante esta lengua. Horus nació en él; Thoth nació en él como Ptah. La fuerza de la vida nació en el corazón y por la lengua y en todos los miembros, de acuerdo con la enseñanza de que él [el corazón] está en todos los cuerpos y ella está en las bocas de todos los dioses, todos los hombres, los rebaños, los reptiles y cualquier otra forma de vida…»

Piedra de Shabaka fragm 2014 AracilPero tantas veces las acciones más afanosas, los más ilusionados proyectos, quedan relegados con el paso del tiempo, cuando no perdidos o casi olvidados… Hoy, esa placa rectangular de 138 x 93 cm superpone, en su centro, a la epopeya cósmica de su relato una gran estrella de once puntas. No es un ornamento o una ilustración sino un espejismo: son cicatrices, huellas de la indiferencia; consecuencias de su irreverente utilización tiempo después, allí mismo, en Egipto, como simple piedra de molino.

[fotografías: La Piedra Rosetta entre visitantes; la Piedra de Shabaka; ídem, detalle. Alfredo Aracil, agosto 2014, British Museum]

«Esta es mi muerte», dice Pedro Páramo en los últimos párrafos de la novela a la que da nombre; la obra maestra de Juan Rulfo. «Con tal de que no sea una nueva noche», añade más abajo. Poco después, Damiana, su sirvienta, que ya ha muerto, lo llama: «Soy yo, don Pedro… ¿No quiere que le traiga su almuerzo?». Y Pedro Páramo, nos cuenta Rulfo, «se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras».

PedroParamo1aEdAsí termina la narración, que había empezado tiempo más tarde, cuando Juan Preciado, hijo olvidado de Pedro Páramo, llega allí, a Comala, para cobrarle a su padre lo que fuera suyo. El tiempo circula aquí en todas las direcciones, o quizá no se mueve y circulamos el lector y los personajes por él. «Es un pueblo muerto -declarará Rulfo años después- donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio…».

Lo que no les falta es voz, y con su voz conversan, explican, reclaman… «Sé que dentro de pocas horas -dice Pedro Páramo a punto de morir- vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oirlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz». Las voces sobreviven a los cuerpos; el paisaje de Comala, su escenario, es el que forman, en voz baja, todas las conversaciones. Y llegan a volver loco a Juan Preciado y provocar su muerte.

«Me mataron los murmullos», explicará. «Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.»

Dorotea ya había muerto tiempo atrás; sin esperanza, por sus pecados, de ver «ni siquiera de lejos» la gloria; sin esperanza de abandonar alguna vez la tierra. El cielo, para ella, «está aquí, donde estoy ahora», le confiesa a Preciado. Y su alma, vagando «como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos […]. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abría la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón».

Ha enterrado ahora a Juan Preciado junto a ella y conversan. Lo había encontrado «ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo», en la plaza.

JuanRulfo«Me llevó hasta allí el bullicio de la gente -le cuenta Juan- y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. […] Reconocí que estaba asustado. Oí el alborto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo…».

Y seguimos escuchando (porque esta novela es de las que se escuchan mientras la lees)… «Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuado no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distnguir unas palabra casi vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto…»

[J. Rulfo: Pedro Páramo, México, Fondo de Cultura Económica, 1955 (1ª ed.); cit. por la ed. de J.C. González Boixo, Madrid, Cátedra, 1998 según la reimpr. de 1983 de la 2ª ed. (México, F.C.E., 1981).
La cita de Rulfo está tomada de J. Sommers: ‘Los muertos no tienen tiempo ni espacio (un diálogo con Juan Rulfo)’, en La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, J. Sommers (ed.), México, SEP-Setentas, 1974]
[Ilustraciones: cubierta de Pedro Páramo (1ª ed.) y retrato de Juan Rulfo hacia 1950-55 (autor sin identificar)]

[«Gijón 1958  Alfredo», dejó escrito mi madre a lápiz detrás de la fotografía. Está hecha en la playa de San Lorenzo, en una de las sillas altas para vigilantes que había a lo largo del paseo que la recorre.]

Alfredo Aracil, Gijón, playa de San Lorenzo, 1958

Hoy cumplo sesenta años y voy viendo cómo vivirlo. Me estremeció por primera vez esta evidencia del paso del tiempo (de su paso por mí, de mi paso por él) con treinta y tantos; fue, ay precocidad, mi crisis de los cuarenta antes de cumplirlos. Los cincuenta recuerdo que me llegaron componiendo unas piezas para un nuevo disco y un concierto que me habían dedicado para conmemorarlo; la urgencia por cumplir con el encargo se cruzó con la parsimonia del calendario que nos va marcando la edad. Y heme ahora en los sesenta, cada vez más cerca de mí y más apartado de aquello donde desarrollé la mayor parte de mi carrera. Más lejos cada vez de mi curriculum y más cerca, pienso, de mi propia vida.

Gijón 1958  Alfredo… Tengo esta foto a la vista en un estante de una librería. Me gusta y me atrapa. Me miro y me veo mirarme desde las primeras hojas de mi calendario. Ojalá hubiese podido, en el tiempo transcurrido desde entonces, evitarle a ese niño hacer cosas que hice, vivir cosas que viví; ojalá le hubiese dado otras que no logré o ni siquiera intenté. Pero lo veo ahí mirándome, a mí, su futuro, y me redime pensar que me sonríe.

Voy de la mano de la melancolía desde hace muchos años. Y más gente se había ya entonces dado cuenta: a finales de los ochenta algún artículo en la prensa me había incluido entre los modernos melancólicos y alguna entrevista utilizó la etiqueta en el titular para definirme.

Muy poco después, en la primavera de 1990, titulé Nostalgia, Vanguardia y Melancolía en la música de nuestro tiempo un seminario de cinco lecciones que preparé para el recién creado Instituto de Estética y Teoría de las Artes, adscrito a la Universidad Autónoma de Madrid. Eso mismo, o casi, fui invitado a repetirlo los tres años siguientes, mientras el añorado Instituto existió…

Aracil Movimiento Perpetuo

[A comienzos de 2013, mi apreciado José Vallejo me pidió para la web de Geometría del Desconcierto una colaboración tan libre como yo quisiera en torno a la melancolía. Geometría del Desconcierto es un espacio de activismo editorial surgido en Granada y enraizado en el placer de compartir con los demás ideas y conocimiento. En pocas semanas iban a publicar An die Melancholie, el poema de Nietzsche, en una cuidada edición. De aquella colaboración traigo aquí unos fragmentos; recuerdo de recuerdos de años antes]

En aquellos seminarios […] utilizaba la palabra ‘melancolía’ no con un sentido histórico o psicológico estricto, sino como metáfora para definir la forma de enfrentarnos a la música o al arte muchos creadores en aquel momento, en los años 80 y ya en la década precedente. […] Lo que había llamado ‘melancolía’ era, por así decirlo, una actitud muy lejana a la idea de que la historia fuera un recorrido sin paradas ni descanso y que el presente fuera sólo un punto crítico entre el pasado y el futuro. Nos escapábamos de ese vértigo del tiempo que parecía envolver a [nostálgicos y vanguardistas]; si el tiempo no puede detenerse, nosotros sí, formulaba yo.

Para nosotros la historia no tenía por qué ser una línea como el tiempo: era una superficie. No era monodimensional. La historia, identificada así con cultura, es decir, con la memoria colectiva de lo que ha ocurrido y de lo que está ocurriendo, sería algo que se repartía por un área donde hay límites que se pueden encontrar y sobrepasar en muchas direcciones, no en una sola; y, siguiendo con este juego de imágenes y símbolos, en esta superficie cultural habría, por supuesto, burbujas dentro inexploradas.

Al escapar de la línea del tiempo para recorrer la superficie de la historia-cultura tal vez parecíamos inmóviles a los que en ese fluir imparable seguían arrastrados. Inmóviles y absortos, como tantas veces se representa la melancolía.

[…] De nada podíamos ni pretendíamos estar seguros. La melancolía está en mi caso unida a la duda y la indagación (no a la depresión o la tristeza, ya se habrá notado) y a la experiencia del tiempo. No he vuelto desde hace dos décadas sobre aquellas reflexiones, pero mis planteamientos siguen siendo más o menos aquellos. Y mis recorridos.

Miro ahora mi bloc de notas en Internet […] y descubro laberintos, límites sobrepasados, ficciones y fantasías, recuerdos, fragmentos, lecturas de María Zambrano («El claro del bosque es un centro en el que no siempre es posible entrar…»), Shakespeare (la despedida de Próspero, que es la suya, en La Tempestad), Beckett (la desesperanza de Winnie en Happy Days), Valente («Trazo un gran círculo en la arena / de este desierto o tiempo donde espero…»), Italo Calvino (sus juegos de prestidigitación con el lector en Si una noche de invierno un viajero), Ivetta Guerasimchuck («La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro consiste, a fin de cuentas, en la cantidad de lo que hemos conocido…»), Pessoa («Leve, leve, muy leve, / un viento muy leve pasa…»), Baricco («es una música extraña… cuando la tocan bien es como oír sonar el silencio…»), Ibn Wașīf Šāh («Hay en el Océano una isla visible a distancia en el mar; cuando alguien quiere acercarse, ella se aleja escondiéndose…»), Borges (su idea de que casi el Universo entero podría incluirse en El libro de los seres imaginarios), Cernuda («Ni existe el mundo ni la presencia humana / interrumpe el encanto de reinar en sueños…») o Perec (una de sus morosas descripciones de lo habitual)…

Reencuentro por todas partes el aroma de esa forma de melancolía que en su día esbocé para explicarme.

[A. Aracil, «El tiempo y la melancolía», en Geometría del desconcierto/Cuadernos, geometriadeldesconcierto.com, publ. 07.03.13] [ver completo] [ref.cit.: Friedrich Niezsche, An die Melancholie, con introduc. de Juan Carlos Friebe, traduc. de Jesús Munárriz e ilustrac. de Jaime García. Granada, Geometría del Desconcierto Ediciones, 2013]
[ilustración: A. Aracil, Movimiento perpetuo (1992) fragm., Delaire Ed.]

Hay un lugar en Londres donde la gran Columna de Trajano (Roma, año 114), cuidadosamente dividida en dos, convive con el Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela (1168-88), y las preciosas figuras talladas en su día por el Maestro Mateo no enmarcan aquí los portones de su Catedral sino la Porta di San Ranieri (hacia 1180) de la de Pisa, a la izquierda, y las de San Bernardo con historias de Adán y Eva y la vida de Cristo (1015, en su origen para la Iglesia de San Miguel) de la de Hildesheim, a la derecha. Y mucho más, porque estas piezas maestras, columna, pórtico y puertas, no están solas; junto a ellas, el León en bronce que Enrique el León, Duque de Baviera y Sajonia, erigió frente a su Castillo en Brunswick, Alemania (1166), o la Cruz de Irton, del cementerio de la Iglesia de San Pablo, en Cumbria, Inglaterra (inicios del s.IX), o el Tabernáculo de San Leonardo del pueblecito de Zoutleeuw, Flandes (hacia 1552), cuya compleja ornamentación se dijo que podría esconder el secreto de la piedra filosofal.

V&A Cast Court 46a 1y2A pocos metros, el Cristo Crucificado de Gianbologna para la Basílica de la Anunciación de Florencia (1594-98) espera entre vendajes junto al relieve de Clodion con la alegoría del Verano para la casa del Conde de Marans en la rue de Bondy (1772; hoy rue René-Boulanger) en París; frente a él, el monumento fúnebre con las Tres Gracias encargado por Catalina de Medicis a Germain Pilon (1560) para alojar el corazón de Enrique II; a su lado, la Fuente con la figura de Perseo que Hubert Gerhard realizó (hacia 1585-90) para la Residenz de Munich y, muy poco más allá, la magnífica Cruz celta con escenas de la Biblia y los signos del zodiaco del cementerio del Mainistir Bhuithe (inicios del s.X; conocida como Cruz de Muiredach), la más bella de Irlanda.

La memoria -y la cultura, que es una de sus manifestaciones- es capaz de ondular el tiempo y el espacio y acercar lo lejano. Jugando con nuestros recuerdos o con aquello que imaginamos estamos acostumbrados a que eso ocurra;  lo provocamos queriendo o sin querer, pero es raro y emocionante vivirlo materializado. El lugar que describía es uno de los patios del Victoria & Albert Museum dedicados a las copias en molde; copias a tamaño real de algunas de las obras más admirables de la escultura europea cuando el museo se fundó.

VA Cast Court 46a 3y4No era infrecuente en los antiguos museos contar con muestras así, pero hoy no queda ningún otro ejemplo de esta amplitud y variedad. Lo descubrí por sorpresa en 1986 (lo recuerdo bien) y quedé fascinado, no con las piezas que veía sino con poder vivir desde dentro la mezcla entre ellas; el hecho de conocer muchas y de saber que les correspondía estar en otros lugares, a cientos o miles de kilómetros, fue como vivir despierto una fantasía, penetrar en la burbuja de un sueño.

Cada vez que he vuelto al Museo he recordado y buscado otra vez esas salas. No es fácil dar con su entrada, no se comunican con las galerías principales, pero gracias a eso puedes llegar a encontrarte allí, como la primera vez que estuve, completamente solo. Y allí habito la fantasía; doy de nuevo el salto al teatro de la memoria, vivo el sueño, revivo sorpresas y descubro o construyo más recuerdos.

[fotografías tomadas en el Patio de copias en molde (Cast Court) 46a del Victoria & Albert Museum: Columna Trajana y, al fondo, Pórtico de la Gloria / Perseo de Gerhard, Cruz de Muiredach y, bajo el Pórtico de la Gloria, puertas de las catedrales de Pisa y Hildesheim / las Tres Gracias de Pilon, relieves de Colion y Crucificado de Gianbologna / Cruz de Irton, León de Brunswick y, al fondo, Tabernáculo de Zoutleeuw © Alfredo Aracil, 2013]

«…»podrían ustedes hacer algo más útil para matar el tiempo que malgastarlo con adivinanzas que no tienen solución».

«¡Ay! ¡Si conocieras al Tiempo tan bien como lo conozco yo», exclamó el Sombrerero, «no hablarías de malgastarlo, y mucho menos de matarlo! Se trata de un tipo de mucho cuidado, y no de una cosa cualquiera».

«Me parece que sigo sin comprenderle», dijo Alicia.

«¡Naturalmente que no me comprendes!», dijo el Sombrerero elevando orgullosamente la nariz. «Con toda seguridad ¡ni siquiera habrás hablado con el Tiempo!».

«Puede que no», contestó Alicia con cautela. «Pero sí sé», añadió esperanzada, «que en las lecciones de música marco el tiempo a palmadas».

«¡Ah! ¡Ah! ¡Eso lo explica todo!», afirmó el Sombrerero. «El Tiempo no tolera que le den de palmadas. Si, en cambio, te llevaras bien con él, haría cuanto quisieras con tu reloj…»».

[Lewis Carroll, Alice’s Adventures in Wonderland, Londres, MacMillan, 1865; trad. J. de Ojeda: Alicia en el País de las Maravillas, Madrid, Alianza, 1970] [ilustración: ‘Tiempo detenido’, fotografía, 2012]

«Principio del tiempo: Según la creencia de algunos pueblos, el momento a partir del cual los hombres empiezan a percibir el tiempo –leemos en este Diccionario–, ya sea justo cuando aparecieron en el mundo, ya sea tras haber sido expulsados de Vertograd y haberse visto entonces privados de percibir el mundo de manera simultánea…»

En 1999, coincidiendo con el 250 aniversario del nacimiento de Goethe, la revista Lettre International convocó junto a la cuidad de Weimar (ese año, Capital Europea de la Cultura) y la red de Institutos Goethe de los cinco continentes un Concurso Internacional de Ensayo; una competición filosófica, heredera de los certámenes universitarios de los siglos XVIII y XIX, que invitaba a reflexionar a intelectuales de todo el mundo sobre un determinado tema.

Consultados los principales colaboradores de la revista, éste fue «¿Liberar el futuro del pasado? ¿Liberar el pasado del futuro?». Cerca de 2.000 ensayos de pensadores de más de un centenar de países fueron seleccionados en primera instancia, de los cuales, tras una nueva criba, cuarenta llegaron a la fase final. Ahí había trabajos de prestigiosos filósofos, catedráticos universitarios, ensayistas con notables obras en su haber… y el premio fue, sorprendentemente, para una estudiante moscovita de 20 años, Ivetta Guerasimchuck, con un ensayo poético en forma de diccionario (de términos algunos reales y otros imaginarios) en el que se explican con un lenguaje tan sencillo como depurado los enfrentamientos entre el pasado y el futuro en distintas épocas, culturas y concepciones filosóficas.

No faltan ni el humor ni la ironía ni la duda ni una admirable capacidad de relación entre sus notables conocimientos (y fantasías) de historia, filosofía y lingüística.

«La veracidad de todo lo que contiene el ‘Diccionario de los Vientos’, como en el caso de cualquier otro libro, depende del grado de certeza que le otorgue el lector», escribe en él, y añade, trasladándonoslo a otra dimensión: «No está claro dónde, cuándo y en qué lengua apareció por primera vez este libro, ni siquiera una parte de sus artículos […]. Se ignora si la composición de los artículos es permanente, aunque sin duda el número de artículos se halla en algún punto entre el cero y el infinito. El hecho de que algunos de los artículos del D. de los V. estén indudablemente fechados hacia finales del siglo XX no significa nada: los pudo haber escrito algún predictor afortunado…».

Y en la breve introducción al diccionario propiamente dicho:

«…el tiempo es para nosotros aquello que separa el planteamiento de un problema y la obtención de la respuesta. La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro consiste, a fin de cuentas, en la cantidad de lo que hemos conocido, en el número de respuestas descubiertas… Son las respuestas que Dios no ha de buscar, pues Él lo sabe todo […]. Dios no necesita el tiempo. Los acontecimientos que nosotros percibimos en un intervalo de varios siglos o milenios son para Él uno, como uno es todo este mundo, Su creación.

Esta precisa unidad del tiempo ya la percibieron de modo intuitivo las civilizaciones antiguas, los hindúes, los evencos, etc., que se imaginaban el tiempo como un hombre o como un animal, y cada intervalo temporal como la correspondiente parte del cuerpo. En la Antigüedad sabían que no se podía separar un día de otro, ni un año de otro. Es imposible liberar el pasado del futuro ni el futuro del pasado, como no se puede liberar la mano derecha de la izquierda, ni la izquierda de la derecha […]. Dividir el tiempo significa destruirlo, como demostró Zenón de Elea en su constante búsqueda de respuestas a las preguntas indescifradas.

[…] En toda sociedad humana siempre ha habido personas dispuestas a dedicarse a esta vivisección del tiempo. Gracias a Dios, nunca se han salido con la suya.

Unos, armados con el ejemplo de los lotófagos de Homero [que describió -apunto- en la Odisea una hospitalaria tribu en África que se alimentaba del «loto dulce como la miel» y la planta proporcionaba el olvido], aspiran a «liberar» el futuro del pasado. El ‘Diccionario de los Vientos’ los denomina «anemófilos«. Éstos creen firmemente que el tiempo es infinito, y no les interesa cuánto tiempo ha transcurrido ya, pues lo infinito no tiene límites ni tienen fin los cambios del mundo que se producen en él. Los «anemófilos» celebran todo cambio y prefieren el viento a su ausencia, incluso si se trata de la más poderosa de las tormentas.

Otros valoran el tiempo por encima de cualquier cosa, pues consideran que es un don de Dios y sería insensato, un grandísimo pecado, consumirlo. El ‘Diccionario de los Vientos’ los denomina «cronistas«. Los «cronistas» no están seguros del futuro, como tampoco están convencidos de que el tiempo sea infinito. En cambio, están seguros del pasado, y por esto hacen lo posible por «liberar» el pasado del futuro, que lleva en sus entrañas junto con los cambios que tanto aborrecen, lo desconocido.

Los «anemófilos» y los «cronistas» viven juntos, tanto en el mundo real como en el mundo del ‘Diccionario de los Vientos’, habitan en cada uno de nosotros. Son seres que aman, padecen, se dedican a búsquedas científicas o de otro orden, mantienen entre sí inacabables disputas en las que no hay ni vencedores ni vencidos; buscan respuestas a las mismas preguntas, unos interrogantes planteados ya hace mucho, y sienten de manera intuitiva que estas respuestas existen. Y tarde o temprano las encuentran. Pero a menudo aquello que descubren no les satisface. Y vuelven a dudar de ellas y comienzan a buscar de nuevo».

[I. Guerasimchuck, «Diccionario de los vientos», en Diccionario de los vientos. Los diez ensayos premiados en el Concurso Internacional de Ensayo convocado por la revista Lettre International, (ed. orig. Berlín, 1999), Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2001, pp. 14-60]
[ilustraciones: Horologion, en el ágora romana de Atenas, conocido como ‘Torre de los vientos’, s. I a.C / Clepsidra hallada en Karnak, reinado de Amenothep III, s. XIV a.C.]

«Sólo en el péndulo parado se inscribe en verdad el ser del tiempo», anota José Ángel Valente en un breve texto de sus Fragmentos de un libro futuro.

La música, se mencione o no, sobrevuela con frecuencia la poesía de Valente. La musicalidad, en todo caso, está siempre en ella de forma notable. Y el tiempo, presente en muchos de sus escritos, va a ser, así lo entiendo, uno de los protagonistas de estos Fragmentos, iniciados tras terminar No amanece el cantor (Tusquets, 1992) y concluidos con su muerte en julio de 2000; sólo ella, la muerte, tal como Valente decidió, pondría fin y fijaría el contenido definitivo de este diario lírico –o testamento, han dicho– donde versos y breves prosas poéticas, reflexiones, emociones y obsesiones se enhebran con conmovedora desnudez.

«Cima del canto.
El ruiseñor y tú
ya sois lo mismo.»

[Con este haiku, fechado el 25 de mayo de 2000, termina el libro; el libro de sus últimos años]

«El tiempo pasa y no deja nada», leemos en otro fragmento… «El tiempo es como el mar. Nos va gastando hasta que somos transparentes. […]. El mar, el tiempo, alrededores de lo que no podemos medir y nos contiene».

Y en uno de los poemas más extensos (aunque de apenas una veintena de versos), leemos sobrecogidos:

«Este tiempo vacío, blanco, extenso,
su lenta progresión hacia la sombra.
No se oye la voz.
·······························No canta.
Ni engendra una figura otra figura.
[…]

No hay antes ni después.
[…]

Trazo un gran círculo en la arena
de este desierto o tiempo donde espero
y todo se detiene y yo soy sólo
el punto o centro no visible o tenue
que un leve viento arrastraría.»

Pero volvamos a la primera cita. Casi en el centro del libro, leemos en la página izquierda una breve prosa y en la derecha un breve poema, relacionados estrechamente. El párrafo dice así:

«En la sala hay un viejo reloj de madera semiempotrado en el muro. Un niño toca el reloj: el péndulo se detiene. Como lo divino es indiferente a la forma, el tiempo, el número del movimiento, sería indiferente a la cantidad. El péndulo se detiene. Sólo en el péndulo parado se inscribe en verdad el ser del tiempo.»

Y el poema:

«Péndulo, cero irreal o número del tiempo,
del antes y el después.
·········································Del antes
de qué, de quién, de cuándo, y del después
de qué palabra que nunca antepusimos.

Péndulo inmóvil.
·······························Cero.
Tantos después envuelve ya el pasado
y antes no nacidos nunca.»

[J.A. Valente, Fragmentos de un libro futuro. Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 2000, pp. 102, 34, 100, 50 y 51 / Fotografía: J.A. Valente (autor sin identificar)]

«El tiempo (con minúscula) sigue siendo el continente y, en buena parte, contenido de nuestras composiciones, pero el otro Tiempo (el Tiempo: Historia) ha cambiado; ha dejado para muchos de ser inexorable. No estoy refiriéndome al «fin de la Historia» como proceso dialéctico, tal como Hegel y Marx imaginaron que algún día sucedería o tal como, en el polo opuesto, Fukuyama recientemente ha proclamado. Me refiero a que nuestra Historia, la Historia de la Música, parece jugar ahora en nuestras composiciones un papel menos dramático e intransitable, menos irrevocable, que hace sólo unos años. Esto es, en mi opinión, causa y consecuencia de muchos de los cambios en la estética más reciente…».

Así empezaba un artículo que publiqué en diciembre de 1992 en la revista Musica/Realtà, empeño generoso e inteligente de mi amigo y admirado Luigi Pestalozza. Era reelaboración de algunos análisis personales ya vertidos en dos ponencias precedentes, Los paraísos perdidos (en los Cursos de Verano de El Escorial, 1990) y El texto y la música como escenarios (IV Encontre de Compositors, Valencia, 1991), y en el artículo «El reflejo de Eco», en la miscelánea Música en Madrid (AA.VV., ed. a.c. de J.R. Encinar, Madrid, 1992).

El texto luego transitaba por mi idea de que la mejor explicación y descripción de lo que acontecía en la música más nueva, y el arte en general, de las dos décadas precedentes era la de una nueva melancolía como tercera vía, huérfana de reglas y llena de riesgos, al margen de las tardo-vanguardias de unos (con sus cómodas convenciones sobre lo lícito y lo ilícito y los academicismos de sus epígonos) y de la actitud nostálgica de otros, añorantes de un paraíso perdido.

Más adelante me refería al uso desinhibido de citas y evocaciones en algunas obras de mi catálogo (Fernández de Madrid o Boccherini en Cántico; el serialismo o la aleatoriedad en la Sonata ‘Los Reflejos’) y desembocaba en la recuperación que se estaba haciendo de ciertos géneros y convenciones…

«…No sólo a través de evocaciones y de citas  –escribía–  podemos rastrear la presencia tranquila de la Historia en la creación artística reciente: lo encontramos también en […] la vuelta, por ejemplo, a la especificidad de las distintas disciplinas artísticas (a la «pintura pintura», a la «escultura escultura», a la música «de concierto») como algo vivo y capaz de seguir ofreciendo alternativas y novedades, al lado de las «artes intermedias» (Happening, Poesía visual, Environments, Body-Art) surgidas en plena exploración de los límites del arte durante las décadas anteriores…»

Pasaba a continuación a analizar el fenómeno de la resurrección, en los años precedentes, de la ópera como género capaz de acoger la inventiva y la creación del momento…

«…Frente a la voluntad de ‘desnudez’ de las más refinadas estructuras musicales de los años cincuenta, muchos de los más jóvenes y de los más inquietos han vuelto a perder el miedo a la ‘retórica’, el concepto de ‘construcción’ parece supeditarse ahora con frecuencia al de ‘expresión’ y a las ideas de ‘azar puro’ u ‘objetividad’ parecen ganar ahora la batalla las de ‘capricho’ o ‘pasión’.

¿Y no son precisamente la retórica, la expresión, la pasión o el capricho elementos clave sobre los que se ha venido desenvolviendo la ópera, desde Monteverdi hasta Luciano Berio o desde Gluck a Hans Werner Henze?…». Me estaba refiriendo a la ópera como género, «…como conjunto de convenciones con las que jugar, sobre las que intervenir o en las que apoyarse, no tanto en el momento de la escritura de la composición […] como en el de su planificación, pensando sobre todo en cuando se materialice como espectáculo para un público que, más o menos conscientemente, está al cabo de muchas claves.

Hay muchas posibilidades de combinar música y espacio, música e imagen, música y drama…, la ópera, entendida como género, ofrece no sólo la posibilidad de elegir y sumar buena parte parte de ellas sino […] la posibilidad también de contar con la memoria extra de su tradicón…».

Y terminaba con un breve epígrafe, «La Historia como forma», donde traía el ejemplo, y con él la paradoja, de otra pieza mía: Dos Glosas, de 1988, donde hacía un uso de músicas preexistentes de una manera que me permitió plantear nuevos juegos con la memoria…

«…Se trata de una composición  –explicaba–  en dos partes muy diferentes entre sí (no contrastantes: diferentes), que tienen su punto de partida en sendas obras mías anteriores. La primera, para clave solo, es una glosa sobre una breve pieza para piano, Ottavia sola, de 1986, que ya era, a su vez, una fantasía sobre cuatro fragmentos de L’Incoronazione di Poppea, de Monteverdi. La segunda, para un conjunto de cámara muy particular (vibráfono, arpa, piano, clave y trío de cuerda) es una glosa sobre un dúo para flauta y viola, Narciso abatido, escrito en 1985 sobre lo que podríamos llamar los ‘restos’ de una enorme tabla de relaciones interválicas de la que me había servido, antes de hipertrofiarla, en algunas obras anteriores.

Esta obra también utiliza, por tanto, el pasado como materia prima, no sólo de la sustancia musical sino ahora también de la manera de enfocar esa utilización. Pero además nos enfrenta a una interesante paradoja… o una encerrona: ¿es más ‘cita’, o más recurso al pasado, acudir a una obra del siglo XVII (como la Glosa I, en segunda instancia) que a una obra muy reciente (como en la Glosa II)?… ¿Quién pondría los límites… y dónde?

No siempre la Historia ha sido traída ante nosotros por los artistas para actuar como legitimadora, ni ha sido evocada nostálgicamente o repudiada. No es esta la primera vez que la Historia es utilizada como ‘forma’, como ‘materia prima’. Desde hace siglos ha habido quienes han paseado despreocupadamente por ella; aunque nuestro siglo XX no se ha caracterizado precisamente por esta actitud.

Yo me formé y empecé a escribir y estrenar mis primeras obras a principios de los años ’70; unos años en los que la Historia era un arma arrojadiza en manos de vanguardistas y nostálgicos. Hoy, sin embargo, para muchos de nosotros el interés va por otros lados. El pasado y el futuro han dejado, por el momento, de ser lo que eran.»

[A. Aracil: «Il tempo non è più quello che era», Musica/Realtà, nº 39 (diciembre 1992. Milán), pp.73-79] [descargar pdf]

En el teatro de Beckett suelen pasar muchas cosas a los personajes o por los personajes, y apenas se habla en el escenario; diría que nos deja las palabras a nosotros, mientras asistimos unas veces estupefactos y otras compadecidos (bueno, eso es lo que me suele pasar a mí) al espectáculo de unos gestos, miradas, pausas… minuciosamente pensados y descritos.

A mí me gusta leer, no sólo ver representadas, las obras de teatro, y las de Beckett son para esto algo especial: el tiempo de su lectura y el de su acción (si la imaginas representada) corren con frecuencia con medidas distintas. A diferencia del teatro más habitual, en el que la mayor parte del texto lo ocupa lo que dicen los personajes, en el de Beckett la lectura te lleva por otras dimensiones y a todos los detalles; es un guión preciso, una partitura.

El comienzo de Happy Days, estrenada en Nueva York en 1961, es buen ejemplo de esto. Tras dedicar una página a describirnos el escenario, el tipo de luz, la posición y disposición de Winnie, su protagonista, los objetos que la rodean y hasta lo que está pero no se ve, empieza la acción…

«Pausa larga. Timbrazo agudo, unos diez segundos, se para. Winnie no se mueve. Pausa. Timbrazo más agudo, unos cinco segundos. Winnie se despierta. El timbre se para. Levanta la cabeza, mira fijamente al frente. Pausa larga. Se estira, apoya las manos abiertas en el suelo, vuelve la cabeza hacia atrás y mira fijamente al cenit. Pausa larga.

Winnie (mirando fijamente al cenit):  Otro día divino.  (Pausa. Vuelve a girar la cabeza, mira al frente, pausa. Enlaza las manos sobre el pecho, cierra los ojos. Plegaria silenciosa moviendo los labios, diez segundos. Labios inmóviles. Las manos permanecen enlazadas. Bajo).  Por Cristo Nuestro Señor Amen.  (Abre los ojos, desenlaza las manos y las apoya de nuevo en el suelo. Pausa. Enlaza de nuevo las manos sobre el pecho, cierra los ojos. Los labios se mueven en una última plegaria silenciosa, unos cinco segundos. Bajo).  Siglos de los siglos Amén.  (Abre los ojos, desenlaza las manos, las vuelve a apoyar en el suelo. Pausa).  Comienza Winnie  (Pausa).  Comienza tu día, Winnie.  (Pausa. Se vuelve hacia la bolsa, revuelve dentro de ella sin cambiarla de sitio, saca un cepillo de dientes, revuelve de nuevo, saca un tubo gastado de pasta de dientes, se vuelve al frente, desenrosca la tapa del tubo, deja la tapa en el suelo, saca con dificultad un poco de pasta, que pone sobre el cepillo, sujeta el tubo con una mano y se cepilla los dientes con la otra. Se vuelve púdicamente a la derecha y hacia atrás, para escupir detrás del montículo. En esta posición observa a Willie. Escupe. Se estira más hacia atrás y se inclina. Alto).  ¡Chis, chis!  (Pausa. Más alto).  ¡Chis, chis!  (Pausa. Dulce sonrisa mientras se vuelve al frente, deja el cepillo en el suelo).  Pobre Willie  –(examina el tubo, deja de sonreir)–  acabándose  –(busca la tapa)–  en fin  –(encuentra la tapa)–  no tiene remedio  –(tapa el tubo)– …»

Cuando planeamos José Sanchis Sinisterra y yo una segunda colaboración, una segunda ópera-melólogo, años después de estrenar la primera, Próspero: Scena, pensamos en que fuera de nuevo una fantasía sobre un personaje de Shakespeare. Se trataba de armar un díptico, por sugerencia de José Ramón Encinar, para una futura producción del proyecto ORCAM XXI. Si en aquélla la fantasía (o el delirio, como acabamos definiéndolas) fue sobre el protagonista de La Tempestad, en esta iba a ser sobre Julieta; una Julieta que habría sobrevivido a su intento de suicidio sin que nadie más lo sepa y treinta años después (ahí comenzaba nuestra pieza) seguiría en la cripta de los Capuleto, sin esperanza ya de ser descubierta o rescatada.

Eso era lo que yo quería para mi composición: un ser aislado, con la sensación del paso del tiempo distinta por completo de la de cualquiera de nosotros, casi a oscuras y, por tanto, con el recuerdo y la escucha como únicos recursos para relacionarse con el mundo y no enloquecer del todo. Eso fue lo que me dio Sanchis Sinisterra, y añadió además un segundo rizo a la fantasía: nuestra Julieta iba a ser también, en cierto modo, la Winnie de Happy Days, tan sola como ella, preguntándose si lo que oye suena dentro o fuera de su cabeza, tan desesperanzada y al mismo tiempo tan luchadora para seguir adelante que no nos deja indiferentes…

«[Winnie:] …No puedo hacer nada más.  (Pausa.)  Decir nada más.  (Pausa.)  Pero tengo que decir más.  (Pausa.)  He aquí el problema.  (Pausa.)  No, algo tiene que moverse en el mundo, yo no puedo más.  (Pausa.)  Un céfiro.  (Pausa.)  Un suspiro.  (Pausa.)…»

Y ambas teminan musitando una canción y defendiendo su rutina, durmiendo su desesperanza… Beckett concluye así su partitura:

«… Pausa. Trata de tararear el principio de una canción, luego canta suavemente la melodía de la cajita de música. […]
Pausa. Fin de la expresión feliz. Cierra los ojos. El timbre suena estridentemente. Abre los ojos. Sonríe mirando fijamente al frente. Mira sonriendo a Willie, que está todavía a gatas, mirándola. Fin de la sonrisa. Se miran. Pausa larga.»

Telón.

[S. Beckett: Happy Days. Nueva York, Grove Press, 1961. Traducción de Antonia Rodríguez Gago: Los días felices. Madrid, Cátedra, 1989; 5ª ed. revis. 2006]

[Ilustración: A. Aracil, Julieta en la cripta (2009), partitura. Valencia, Ed. Piles, 2009, pp. 6-7]