Los murmullos de Comala

«Esta es mi muerte», dice Pedro Páramo en los últimos párrafos de la novela a la que da nombre; la obra maestra de Juan Rulfo. «Con tal de que no sea una nueva noche», añade más abajo. Poco después, Damiana, su sirvienta, que ya ha muerto, lo llama: «Soy yo, don Pedro… ¿No quiere que le traiga su almuerzo?». Y Pedro Páramo, nos cuenta Rulfo, «se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras».

PedroParamo1aEdAsí termina la narración, que había empezado tiempo más tarde, cuando Juan Preciado, hijo olvidado de Pedro Páramo, llega allí, a Comala, para cobrarle a su padre lo que fuera suyo. El tiempo circula aquí en todas las direcciones, o quizá no se mueve y circulamos el lector y los personajes por él. «Es un pueblo muerto -declarará Rulfo años después- donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio…».

Lo que no les falta es voz, y con su voz conversan, explican, reclaman… «Sé que dentro de pocas horas -dice Pedro Páramo a punto de morir- vendrá Abundio con sus manos ensangrentadas a pedirme la ayuda que le negué. Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oirlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera su voz». Las voces sobreviven a los cuerpos; el paisaje de Comala, su escenario, es el que forman, en voz baja, todas las conversaciones. Y llegan a volver loco a Juan Preciado y provocar su muerte.

«Me mataron los murmullos», explicará. «Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.»

Dorotea ya había muerto tiempo atrás; sin esperanza, por sus pecados, de ver «ni siquiera de lejos» la gloria; sin esperanza de abandonar alguna vez la tierra. El cielo, para ella, «está aquí, donde estoy ahora», le confiesa a Preciado. Y su alma, vagando «como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos […]. Cuando me senté a morir, ella rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida, como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpas. Ni siquiera hice el intento: «Aquí se acaba el camino -le dije-. Ya no me quedan fuerzas para más». Y abría la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón».

Ha enterrado ahora a Juan Preciado junto a ella y conversan. Lo había encontrado «ya bien tirante, acalambrado como mueren los que mueren muertos de miedo», en la plaza.

JuanRulfo«Me llevó hasta allí el bullicio de la gente -le cuenta Juan- y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales; recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. […] Reconocí que estaba asustado. Oí el alborto mayor en la plaza y creí que allí entre la gente se me bajaría el miedo…».

Y seguimos escuchando (porque esta novela es de las que se escuchan mientras la lees)… «Me recargué en un pilar de los portales. Vi que no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuado no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distnguir unas palabra casi vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me encontraron muerto…»

[J. Rulfo: Pedro Páramo, México, Fondo de Cultura Económica, 1955 (1ª ed.); cit. por la ed. de J.C. González Boixo, Madrid, Cátedra, 1998 según la reimpr. de 1983 de la 2ª ed. (México, F.C.E., 1981).
La cita de Rulfo está tomada de J. Sommers: ‘Los muertos no tienen tiempo ni espacio (un diálogo con Juan Rulfo)’, en La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, J. Sommers (ed.), México, SEP-Setentas, 1974]
[Ilustraciones: cubierta de Pedro Páramo (1ª ed.) y retrato de Juan Rulfo hacia 1950-55 (autor sin identificar)]

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3 comentarios
  1. José Ramón Ripoll dijo:

    No hay mejor forma de connumerar el Día de los Muertos. Pedro Páramo es música y muestra de cómo la palabra nace de un núcleo sonoro y vuelve a él, dejando en el aire el murmullo de aquellos que la pronunciaron.

    • Sí, el murmullo permanece porque el tiempo para ellos o no existe o es eterno. Y suena; en esta maravilla de novela, la oralidad es modelo y es contenido

  2. CECILIA GUILLEN PEREZ dijo:

    Muertos o vivos, o las dos cosas, murmuramos y murmuramos, somos muchos, ¡una algarabía!, ¡demasiado ruido y….la nada!

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