La Quinta de Mahler después de un siglo
«Ojalá pudiera estrenar mis obras 50 años después de haber muerto», confesó Gustav Mahler a su esposa, Alma, durante los días de ensayo para el estreno de su Quinta Sinfonía. Fue en Colonia, en octubre de 1904. Posiblemente tenía razones para sentirse incómodo o inseguro: su partitura, como algunas otras anteriores mal recibidas en las primeras audiciones, estaba llena de novedades para los intérpretes y el público, era difícil de comprender en su conjunto para oídos entonces poco acostumbrados y difícil de hilvanar para los músicos, muy frágil, con una escritura a veces casi camerística en el tratamiento individualizado de los instrumentos o en las audacias contrapuntísticas, magistralmente planteadas y resueltas sobre el papel por el compositor pero arduas hace un siglo a la hora de hacerlas sonar (y de escucharlas) en el concierto. El estreno, sin embargo, fue un éxito y la Quinta se ha convertido desde entonces en una de las referencias principales de su catálogo.
«Tenía aptitudes para someter su personal lenguaje musical a la tiranía de la forma sinfonía», escribió su gran amigo el director de orquesta Bruno Walter en el libro que a él dedicó, y añadía: «ésta llegó a dominar toda su creación artística y tuvo que desarrollar en el seno de formas sinfónicas muy claras un contenido cuya variedad y riqueza rayaban con el caos». Con un excelente manejo de los recursos técnicos y en plena madurez como artista, Mahler compuso entre 1901 y el otoño de 1902 esta Sinfonía. Luego, durante años, la revisará y retocará; especialmente entre 1907 y 1909. «Por su complejidad polifónica, la Quinta Sinfonía exigía una renovación de su estilo de orquestar», comentaba Walter, y muchas de las correcciones posteriores se explican ciertamente por el deseo de Mahler de redondear unas páginas que tenían mucho de nuevo, de inexplorado, cuando se escribieron.
Sinfonía «para gran orquesta», sin coros ni cantantes solistas, a diferencia de las tres anteriores. No va a haber en ella, evidentemente, texto cantado ni tampoco argumento literario, pero sí reminiscencias, paralelismos, ideas y desde luego emociones. Está, es verdad, el compositor tan lejos del poema sinfónico como de la mera construcción formal. Él mismo recordó que la música sinfónica era desde Beethoven inseparable de un contenido, de un mensaje… y reconoció también que el acto de la creación estaba en su caso vinculado a toda su experiencia vital, a su «completa visión del mundo» y su «ansiedad y miedos».
Si es así, la Quinta Sinfonía contó al menos con buenos e importantes acontecimientos a su alrededor: había Mahler conocido a Alma, hija del pintor paisajista Emile Schindler, con la que se casaría en marzo de 1902, se había consagrado además, después de muchas dificultades, como director musical de la Ópera de Viena, triunfó también como director en San Petersburgo, adonde fue en luna de miel, y como compositor, después de algunos fracasos, empezó a obtener reconocimientos importantes. «Mirando hacia la vida y la realidad, su Quinta rebosa fuerza y una saludable confianza en sí mismo», escribirá Theodor W. Adorno.
El contenido emocional de la Quinta es notable, pero más aún la manera puramente musical de transmitirlo: texturas orquestales continuamente cambiantes en color e intensidad, un contrapunto complejo pero de trazos vigorosos, muy bien marcados, una armonía frecuentemente apoyada en intervalos de cuarta y ásperas progresiones, más cerca, diríamos hoy, del expresionismo que de un romanticismo tardío, y por encima de todo, o como consecuencia de todo esto, una especial fuerza que conduce siempre el discurso hacia adelante. Hay a lo largo de la sinfonía una sucesión tonal que parte del Do sostenido menor del primer movimiento y, tras pasar por La menor (segundo movimiento), Re mayor (Scherzo) y Fa mayor (Adagietto), concluye en un nuevo paso por el Re mayor. Es sólo música, pero ni siquiera en esta obra se abandona el estilo narrativo que caracteriza el sinfonismo de Mahler. «La obra es una aventura», escribe Marc Vignal, «…la diferencia entre las partes extremas no significa una ausencia de unidad sino una progresión». Desde luego así es.
Muchos autores se muestran de acuerdo en considerar esta sinfonía como una obra en tres partes, aun con cinco movimientos: los dos primeros, con el mismo material temático, conformarían la primera de ellas, el amplísimo Scherzo la parte central y el célebre Adagietto vendría a ser como una romanza inseparable del Rondó-Finale.
Se inicia con un pasaje de trompeta con referencia métrica a la llamada inicial de la Quinta de Beethoven y reminiscencias melódicas de uno de los Rückert-Lieder, Ich bin der Welt abhanden gekommen (Me he retirado del mundo’); llamada trágica para una marcha fúnebre («Trauermarsch») de carácter eminentemente tranquilo, majestuosa casi siempre excepto en una breve sección central que el compositor marca «Wild» (salvaje), y siempre con las referencias del inicio como hilo conductor. El segundo movimiento, «Stürmisch bewegt, mit grösster Vehemenz» (Tempestuosamente agitado, con gran vehemencia), desarrollará gran parte de los materiales precedentes, por lo que resulta tan contrastante con el movimiento inicial como temáticamente ligado a él. Secciones eventualmente tranquilas a cargo del viento-madera y sobre todo la cuerda nos avanzan el color tímbrico del Adagietto y contribuyen a crear un juego de claroscuros con innumerables matices que culmina en un gran coral presentado poderosamente por la sección de viento-metal.
El Scherzo, con dos «tríos», es el movimiento más amplio y centro de la obra. Recoge aquí Mahler la tradición beethoveniana, depurada hasta convertirla en música nueva, y la lleva a una escala gigantesca por amplitud y ambición. Todo es conducido por el ritmo del Ländler y el Vals, explorando las innumerables posibilidades que ofrece la métrica, distorsionando las líneas melódicas en asimétricas extensiones y abandonando casi por completo la dulzura de los originales, que se convierten por momentos en un ácido paisaje sonoro expresionista.
El Adagietto, para cuerda y arpa, célebre como ninguna otra página del compositor, sirve de remanso antes del prodigioso rompecabezas que vendrá al final. El Lied sobre poema de Rückert antes mencionado vuelve a planear ahora: su tercera estrofa («…vivo solo en mi cielo, en mi amor y en mi canción», termina diciendo) da pie a la melodía y al ambiente general del movimiento. Sin detenerse la música (así lo pide Mahler, aunque no siempre se hace) se inicia el último movimiento, prodigio contrapuntístico para una «orquesta de solistas», donde volvemos a encontrar, entre una gran variedad de temas, la melodía del Adagietto, ahora a velocidad mucho mayor, y un irónico Lied del ‘Wunderhorn’, Lob des hohen Verstandes (En alabanza del sublime entendimiento). Todo desemboca en el coral que ya escuchamos en el segundo movimiento pero enunciado ahora con aire más decidido y triunfal.
En la canción del ‘Wunderhorn’ citada en este movimiento final un cuco y un ruiseñor piden a un burro, por sus grandes orejas, que juzgue quién canta mejor… y el burro elige al cuco porque las melodías del ruiseñor son demasiado complicadas para él y le producen vértigo. Mahler, con toda razón, podía verse reflejado en ese ruiseñor y eso explicaría la frase que recogíamos al abrir este comentario. Afortunadamente, su anuncio «llegará mi hora» hace tiempo que se ha cumplido.
[A. Aracil, «La Quinta de Mahler después de un siglo», notas para el programa del concierto de la Orquesta Nacional de España con Gary Bertini en el Auditorio Nacional, Madrid, 20.02.04]
[ilustraciones: Gustav Mahler en la Hofoper de Viena, 1907 (foto: Moritz Nähr) & Copia en limpio de Alma Mahler del Adagietto de la 5ª Sinfonía con anotaciones (tomada de http://www.omifacsimiles.com)]
Excelente.