Quevedo y las huellas del tiempo

Quevedo me deslumbra frecuentemente con sus poemas; burlón a veces, melancólico otras, incisivo, observador, casi siempre muy depurado… Recientemente estrené una colección de canciones sobre versos suyos morosamente elegidos, Aliento fugitivo, que concluye con uno de los sonetos que más me gustan de nuestro Siglo de Oro; tan inteligentes como conmovedores, apoyándose en un epigrama del polaco Micołaj Sęp Szarzynski, los versos de A Roma sepultada en sus ruinas nos hacen reflexionar sobre las huellas del tiempo en forma de paradoja: lo perecedero es lo sólido, hoy ruinas, y lo fugitivo –el río Tíber– es lo único que podría llegar a ser eterno.

Hacía años que lo tenía dando vueltas dentro de mí, acompañándome…

«Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas
y tumba de sí proprio el Aventino.

Ya donde reinaba el Palatino,
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepoltura,
la llora con funesto son doliente.

¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.»

[F. de Quevedo, en El Parnaso español. Madrid, por Pedro Coello, 1648]

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