Fragmentos (5). Una nueva melancolía…
La proliferación en nuestro siglo de Escuelas nacionales, Academias universales (pienso ahora tanto en Darmstadt como, por descabellado que a algunos pueda parecer, en el propio Cage) y Fórmulas poéticas (desde el Futurismo al Neocasticismo, desde Fluxus al Minimalismo) que, al trazar cada una la frontera entre lo adecuado y lo inadecuado, parecieron garantizar durante décadas a todo compositor adscrito a alguna de ellas una especie de tranquilidad moral y profesional, no implica que no haya habido quienes, desde muy distintos ángulos, se preguntaran por qué no podría valer cualquier otra cosa… De hecho, creo que son actitudes de este tipo las que distinguen en parte al verdadero creador del simple epígono y que las más academicistas o rígidas tendencias han tenido su origen más o menos remoto en inquietudes similares; pero no me voy a referir ahora a actitudes de curiosidad creativa o a heterodoxias sino a la pura y simple ausencia de patrones únicos, sea en el campo de la estética, de la poética o de la técnica.
El caso es que la pregunta a la que antes me refería (¿por qué no ha de valer cualquier cosa?) era mayoritaria a mediados de la década de los setenta y, enseguida, había cambiado de interrogativa a afirmativa: cualquier cosa, cualquier sistema, fórmula o herramienta podría valer al compositor y, en principio, no parece que requiera más justificación (ni más ni menos) que la de la calidad de los planteamientos o la del resultado final. Esto no quiere decir, como parte de la crítica y del público (¿incluso de los propios músicos?) han llegado a creer en algún momento, que «todo vale» sino que «todo podría valer»; de modo que el que valga o no valga dependa o, en definitiva, encuentre su justificación no en recetas o normas a priori sino, pura y simplemente, como he dicho hace un momento, en la calidad y el interés del resultado final.
Esto devuelve la responsabilidad al compositor y, en cierto modo, la «intranquilidad», por cuanto, al desaparecer aquellas fronteras entre «lo adecuado» y «lo inadecuado», ya no van a existir para él garantías teóricas de estar en el buen camino.
No obstante, no tengo la menor sensación de encontrarme en un caos. Creo que muchos, como yo, no la tienen. Es más, este aparente desorden (mejor dicho, esta recolocación de todo) ha permitido ver o fijar la atención sobre aspectos nuevos (quizá antes secundarios) de las obras y los estilos musicales y, desde estos nuevos puntos de vista recientemente abiertos, encontrar factores comunes entre planteamientos o resultados que, cuando las cosas parecían «estar claras», hubieran sido considerados incomparables entre sí.
Hay, por ejemplo, yendo más concretamente por donde quiero pasar, un lazo que une las propuestas artísticas más demoledoras de «Fluxus» y buena parte de la, aparentemente más inofensiva, obra reciente de algunos autores de las dos o tres generaciones que en este momento siguen en activo: la sensación de que lo que hacemos apenas sirve para nada que no sea el mero disfrute estético… y la voluntad particular de que ese disfrute estético tenga una buena dosis de novedad.
Es una rara combinación con algo de hedonismo, innovaciones y melancolía. Hedonismo porque el fin primordial de estas composiciones es que sean degustadas: crear unas determinadas sensaciones tanto en el público como en el estudioso o en quien quiera acercarse a ellas; Innovaciones no por carácter vanguardista sino por lo que puede tener de búsqueda de soluciones y sensaciones nuevas, y Melancolía, más que nada en la actitud del autor.
No estoy, en todo caso, tratando de generalizar este fenómeno y mucho menos de convertirlo en el «estilo de la década» sino, por el contrario, de particularizar: de reflexionar sobre todo sobre mi propia poética musical; más o menos, de qué modo entiendo la relación de mi música con su entorno. Ahora bien, considero que el entorno de la música es (o puede ser) doble: por una parte el entorno lo es la sociedad en la que se produce y se ofrece y, por otra, lo es su historia (la de la música) pasada, presente y futura.
[…] Ya no existe el Paraíso: ni una «Tierra prometida» ni una perdida «Arcadia», en esta actitud artística tan alejada, en definitiva, de la mayoría de los planteamientos poéticos (no hablo ahora de recursos formales) del vanguardismo como alejada está también de la nostalgia.
[de A. Aracil, «El reflejo de eco», en Música en Madrid. Madrid, Turner, 1992]